Hay días en los que la conjunción del cosmos con la ley gravitacional se ponen de acuerdo con la mismísima teoría de cuerdas; los planetas se alinean de manera insospechada haciendo una cabriola en el espacio; el calendario maya, el azteca y el chino se fusionan en uno solo, y los políticos desarrollan su labor de manera eficiente y honrada (aunque esto último dista mucho de producirse como excepción general, excepto en años bisiestos terminados en número impar). Entonces puede ocurrir, ante tales coincidencias, que el miércoles de ceniza coincida con el día de San Valentín. Es decir: que las confesiones católica, anglicana, luterana, metodista, presbiterana e incluso alguna bautista (les juro que no me lo estoy inventando), conmemoren el primer día de la Cuaresma, o lo que es lo mismo para los poco doctos en álgebra, comiencen los cuarenta días previos al Domingo de Ramos (o más conocido todo el conjunto como las vacaciones de Semana Santa. Y si resulta que a su vez ese miércoles casi místico es 14 de febrero, día de los enamorados, por cierto en honor a san Valentín de Roma que hacía de buen casamentero cuando la religión cristiana estaba prohibida en el Imperio; y que además se cuenta que hizo el milagro de devolver la visión a una bella damisela, hija de un juez de turno aunque después le dieran matarile-rile-ron y su cabeza rodara por la plaza mayor; como decía, si resulta que ambas festividades coinciden puede ser que, al igual que ocurrió esta semana pasada, la jornada se torne un tanto extraña.

Me encontraba ese fatídico día al volante de un autobús (con bastantes menos años de los que tenía San Valentín pero, sin embargo, con mucha mayor cilindrada), cuando escuché una conversación entre dos amigas que, sentadas juntas en la parte delantera del vehículo, se dirigían al siempre forestal barrio de Salburua:

-Acabo de venir de la iglesia -contaba la que parecía más mayor-, porque desde niñas hemos seguido siempre el ritual apostólico y en esta fecha tan señalada he ido a que me echen un poco de ceniza en la cocorota.

-¿Y no te resulta un tanto desagradable esa tradición? Al fin y al cabo te dejan el pelo hecho unos zorros -replicó la otra amiga con algo menos de edad-.

-Ocurre que así es una excusa perfecta para luego pasarme por la peluquería y teñirme de un rubio platino arrebatador.

-Eso es verdad.

-Y tú ¿qué? ¿Has charlado en serio con Luis?

-Sí, no veas? -respondió triste la más joven-. Por fin he conseguido que mi novio me hable de matrimonio tras haber estado saliendo seis años con él.

-¿Y que te ha dicho?

-Pues que tiene esposa y tres niños...