Eran las 8.40 horas del lunes y estaba a punto de iniciar la marcha en una de las líneas que pasan junto a los colegios del centro de la ciudad. Por tanto, el autobús se me iba llenando de escolares, algunos acompañados de sus amigos, muchos acompañados de sus padres, otros acompañados de sus abuelos y la mayoría acompañados de un sueño descomunal. Y cuando confluye mucha chavalería junta, ocurre como con una lata de Coca-Cola si la agitas, el submarinismo extremo o el celibato contenido: la presión se vuelve insostenible y la cosa acaba reventando por algún lado. En esta ocasión, un corrillo de cuatro chicos organizó una batalla de trompos en medio del autobús; un grupo de chicas, más al fondo, disputó una partida al balón prisionero; en la parte delantera había carrera de chapas y juego de canicas, y menos mal que al que entró con un cohete pirotécnico pude requisárselo a tiempo.

Arranqué el motor para irnos cuando subió un hombre maduro, con la piel curtida de recibir demasiado sol y las manos ásperas de trabajar mucho y darse poca crema hidratante. Pasó la tarjeta monedero y se sorprendió al ver la chiquillada que acarreaba y el follón que estaban armando.

-¡Bueno, bueno! -exclamó-. Vaya tema que lleva usted ahí detrás.

-Como siempre -le respondí sincero-. A estas horas es lo que toca. Los chavales están alterados al comenzar la semana.

Una pelota de rugby golpeó en el retrovisor interior. Un grupito pequeño de cuarto de Primaria comenzó a cantar eso de: el señor conductor no se ríe, no se ríe?. Mientras, no se cómo, otro grupo más salvaje había hecho una especie de tótem indio logrando atar a uno de los abuelos al mismo. Tres chicos y una chica saltaban al compás alrededor, con la intención de cortarle la barba al venerable anciano. Decidí no seguir mirando e inicié la marcha.

-¿Sabe que el recuerdo que yo tengo del colegio es bastante triste?, me reveló el hombre que acababa de montar, decidido a explicarme el motivo.

-Pues ni idea -respondí sin interés-.

-A mí me encantaban las matemáticas porque don Eusebio era un maestro estupendo. Nos las enseñaba de una manera amena, con ejercicios entretenidos y fantásticas historias. Pero un día, a mitad del año, le entró el desánimo y abandonó el colegio dejando el curso a medias, y aunque pusieron un sustituto, a los pocos días ya no fue lo mismo y acabé odiándolas. Ya ve -se quejó-, podía haber sido un erudito del álgebra lineal y, al final, he acabado de albañil en la construcción.

-¡Caramba! -dije mientras esquivaba un avión de papel-. ¿Y por qué su profesor de matemáticas se deprimió de esa manera?

-Pues porque tenía demasiados problemas?