Hoy el campo de refugiados de Calais ya no existe. Es un gran plató de televisión. Más de 700 periodistas acreditados están mostrando en directo las imágenes de la demolición del que ha sido el asentamiento de refugiados más grande de Europa. Este lunes 24 de octubre a las ocho de la mañana comenzó la operación de desalojo de “la jungla”, el antiguo vertedero de esta ciudad fronteriza que en 2015 llegó a albergar a 10.000 personas, la mayoría jóvenes procedentes de países en conflicto como Afganistán, Sudán, Siria, Eritrea o Somalia.

El desalojo comenzó el día 24 pero antes, Calais había vivido meses de acoso y derribo: desde enero de 2016 se había derruido la parte sur, obligando así a sus habitantes a moverse a otro lugar, empujados a vivir en un espacio más reducido, más asfixiante, apretando unas chabolas con otras, estrechando las improvisadas callejas sobre el barro, con la esperanza de que se cansasen de vivir en esas condiciones.

No obstante, aún hasta este pasado domingo, los habitantes de Calais le apuraron unas horas a la vida, a lo cotidiano. El 23 de octubre de 2016, trataron de seguir con la rutina, como un día cualquiera. El tiempo, como casi siempre aquí: gris y lluvioso. La que había sido la principal vértebra de la vida en este campo, estaba medio abandonada. Una improvisada avenida comercial de restaurantes, comercios, peluquerías, fruterías y tiendas donde comprar todo tipo de productos. Días antes una orden judicial había ordenado cerrar estos comercios alegales.

El mayor trasiego de gente, como siempre, estaba en otro lugar: mañana y tarde, la explanada situada entre la valla que separa la carretera y el campo. Personas entrando y saliendo. La valla, siempre abarrotada de personas en busca de una mejor cobertura para sus teléfonos móviles y en medio, como cada tarde, unos jóvenes se divertían jugando un partido de criquet. Junto a la entrada, cuatro gendarmes vacían una camioneta blanca cargada de mochilas y maletas que unos voluntarios llevan al campamento. Los controles de acceso al campo son habituales.

Es entonces cuando llegan tres furgones con gendarmes antidisturbios. Una docena de ellos pertrechados con material de intervención, avanzan en formación hacia el centro de la explanada. Ante la sorpresa de los que estaban allí, comienzan a disparar cartuchos de gas lacrimógeno contra un grupo de personas que, desde el fondo, observaban los acontecimientos. Como si de unos fuegos artificiales se tratase, los botes de gas caen provocando grandes nubes de humo.

Fin del partido de criquet y de la tranquilidad que se respiraba. “This is the last night” (”Esta es la última noche”, en inglés), dice un afgano mientras se retira cabizbajo hacia el interior del campo.

En ese momento, un joven cruza en bicicleta cargado de bebidas energéticas en la parte de atrás, para vender entre sus compañeros. Si, hoy también será una noche movida.

A escasa distancia del campo, y con la protección de la oscuridad, un grupo de personas apura las últimas horas previas al desalojo para seguir intentando subir a un camión que les lleve a Inglaterra.

Una rutina que cada noche lleva a cientos de personas a las orillas de la A216, la carretera que desemboca en el puerto de Calais.

Son las 22.00 en punto. Noche cerrada. Circulamos detrás de un camión de grandes dimensiones, la proximidad de la salida de un ferry con dirección a Dover hace que haya tráfico denso sentido al embarcadero. De repente, el camión frena en seco, unos objetos contundentes obstaculizan su paso. Quedamos atrapados entre camiones. En ese momento, cientos de personas comienzan a salir de ambos lados de la carretera y rodean los vehículos pesados, comprueban las puertas traseras, muchos camioneros han optado por colocar candados de seguridad para evitar la apertura de las puertas. Ante la imposibilidad de abrirlas y ayudado por otros, un joven trepa hacia el techo del camión. Una vez arriba, raja la lona superior y accede al interior para viajar escondidos entre la carga. Está dentro.

Algunos suben y hacen el viaje en el interior del camión hasta el puerto de Calais, pero una vez allí son interceptados por las medidas de seguridad con las que Inglaterra ha dotado a la ciudad francesa con el objetivo de frenar el paso ilegal. Hasta tres controles pasan los camioneros antes de embarcar, uno de ellos una cabina de rayos X. Según Daniel, un eritreo residente en La Jungla, tan sólo uno de cada veinte logra cruzar al otro lado. No pierden la esperanza de conseguirlo.

A nuestra derecha, un camión de menor dimensión es también rodeado, su conductor pierde los nervios y comienza a dar marcha atrás. El ruido ensordecedor, los gritos de los migrantes y refugiados se mezclan con las bocinas de los vehículos atascados. Se escucha un fuerte golpe, otro camión ha atravesado la barricada que cortaba el paso golpeándose contra ella. Se empiezan a oír las sirenas de los gendarmes. Las personas que intentaban asaltar los camiones desaparecen de inmediato. Día y noche, la gendarmería patrulla estos 7 kilómetros de carretera para intentar evitar estas situaciones. Hasta 30 intentos en una noche.

La del 23 de octubre, no iba a ser diferente de cómo han sido los últimos años.

Años atrás, a nadie le importo lo que allí sucedía. Antes hubo otros campamentos. Desde el año 1993, miles de personas han estado contantemente asentadas aquí, en el paso más estrecho del Canal de La Mancha -una franja de mar de 33 kilómetros- esperando a cruzar al Reino Unido.

Alguno arriesga en exceso y lo paga con su vida. En el cementerio norte de la ciudad, se encuentran enterrados los cuerpos de los refugiados y migrantes muertos intentando cruzar. Las causas de la muerte son atropello, asfixia, caídas al intentar subir a los camiones o electrocutados sobre las vías del tren que recorre el Eurotunel. Catorce de ellos perecieron durante el 2016.

Muchos han abandonado de forma voluntaria estos días el campamento, con muy poca información y totalmente desorientados, aguardan largas colas para montarse en un autobús que ellos mismos no saben a dónde les llevará. Es el caso de Salman, un joven pakistaní de 17 años que lleva meses en la jungla. Siete meses en los cuales ha madurado deprisa. Montó en un autobús la misma mañana del inicio del desalojo. Salman es de las primeras personas que voluntariamente abandonó el campo. Acaba de llegar a otra ciudad francesa. Le preguntamos donde está y el responde que no lo sabe. Es entonces cuando a través de la aplicación de WhatsApp nos envía su localización. Es Hautmont. “No es una buena ciudad” dice. Y concluye: “I am not happy here” (no estoy contento aquí).

El desalojo está en marcha pero a escasos metros del campo, el gobierno francés junto con el inglés construye un nuevo muro para blindar aún más la A216. Será un muro de hormigón resbaladizo de cuatro metros de alto y un kilometro de distancia. Con un coste de 2.3 millones de euros, la obra forma parte de un plan conjunto de medidas seguridad entre las autoridades del Reino Unido y Francia dotado con 20 millones de euros. Dinero destinado a kilómetros de vallas, concertinas y muros que hasta ahora no ha impedido ni impedirán que estas personas encuentren la forma de colarse en los vehículos.

Calais es una ciudad blindada y el reflejo de la nueva Europa fortaleza.