Patricia Ponce y Silvia Carrizo, integrantes de la Plataforma de Mujeres Migradas y Refugiadas de Euskadi, han recorrido los campamentos de refugiados de Grecia durante doce días. Su objetivo era conocer de primera mano la situación de la población femenina e infantil. Escuchar sus testimonios y brindarles su ayuda. Partieron de Donostia en abril y lo que se encontraron fue “dantesco” y “caótico”. De vuelta en Euskadi, su intención es hacer incidencia para lograr un cambio en la gestión de una de las mayores crisis humanitarias de nuestros tiempos. “¿No tenemos acaso representantes políticos en las instituciones europeas?”, cuestiona Patricia, argentina de nacimiento y donostiarra de adopción desde hace 19 años.
La plataforma está preparando un documental y una exposición fotográfica sobre este viaje que presentará el 21 de junio, Día Internacional del Refugiado. También está elaborando un estudio sobre un centenar de entrevistas que realizaron las dos mujeres durante su periplo “para socializar entre las organizaciones y la clase dirigente política”.
Según Patricia, “aunque hay una solidaridad muy importante, allí se necesita algo más, se necesita que alguien tome las riendas, que alguien abra, sobre todo, una puerta a la esperanza”. Por un lado, asegura, hace falta organización y logística. “El voluntariado que está en Grecia tiene mucha voluntad, pero no tiene una logística de Gobierno. Alguien tiene que hacerse cargo del material enviado. Hay naves industriales con muchísimo material, pero no hay gente para poder distribuirlo”, se lamenta. Por otro lado, considera que se necesitan observadores de derechos humanos en cuestión de infancia y mujeres. “Las mujeres están pariendo en esa situación”, exclama. Y, por último, “hace falta desarmar la guerra, hay que hacer incidencia política con nuestros gobiernos”.
A pesar de que su objetivo principal era conocer la situación de las mujeres y niños en los campamentos, Patricia y Silvia también llevaron material para distribuir entre los refugiados: “Material para bebés y bastante ropa de temporada estival. El verano está próximo y ahora no tiene sentido que se envíen katiuskas, los niños las rompen por delante para poder sacar los deditos”, explica Patricia. Luego, allí, fueron conscientes de otras necesidades: “Tuvimos que comprar bragas”, manifiesta.
Como otros grupos de voluntarios, las dos mujeres alquilaron un vehículo para distribuir el material. Comenzaban a las ocho de la mañana en jornadas que se alargaban hasta las once y media de la noche. Esta labor, además de agotadora tampoco resultaba fácil. “No puedes aparecer en un campamento con 300 gorras y 300 champús, por ejemplo, porque te pasarán por encima y se cargarán la furgoneta. Tienes a todo el campamento encima”, sostiene, haciendo hincapié nuevamente en la necesidad de una infraestructura oficial que se encargue de la organización y logística en la distribución del material enviado.
“Se te llenan los ojos de lágrimas cuando un ser humano te pide, por favor, un poco de jabón”, señala. Pero el mayor problema surge con la comida. “La cuestión es que no hay comida para todos. Hay buena voluntad e iniciativas populares, se cocina y se lleva comida a los refugiados, pero tú no das de comer a mil personas, con niños en edad de crecimiento que necesitan tres comidas diarias. Evidentemente hay peleas, las colas son al sol, de dos horas de media, para una ración pequeña de comida”, explica.
Precisamente durante el tiempo que estuvieron en Grecia tuvo lugar un importante altercado en el campo de refugiados de Moira, en la isla de Lesbos. El origen del problema: la distribución de la comida. “Ver a los padres pelearse por una ración de comida para sus hijos es muy duro, es pedirle a la gente que baje a los confines... lo han perdido todo, no debemos hacer que también pierdan la dignidad”, agrega.
“Inhabitables” El día a día de los refugiados en los campamentos se convierte en una lucha por la supervivencia. Según Patricia, los campamentos son “inhabitables”, están ubicados en zonas inhóspitas y desérticas y hay una escasa infraestructura en todos los sentidos. Hay que hacer cola para todo, para comer, para ducharse, para ir al baño... “Además, ha llovido mucho y el agua se suele estancar, provoca olor, los niños chapotean y juegan ahí. Hay gente que nos enseñaba trozos de víboras que había sacada de debajo de lo que usan como colchón. Es una situación inhumana”, lamenta. La cooperante hace hincapié también en el inminente verano que se acerca. “Esto es un foco de enfermedades. La gente no tiene calzado adecuado, no tiene protección solar, no hay cremas, ni gorras, las insolaciones pueden ser importantes”, advierte.
Los campamentos de refugiados de Grecia están divididos en dos categorías: por un lado, los establecidos por el Gobierno en bases militares; y, por el otro, los improvisados, como Idomeni. “El objetivo de los campamentos militarizados era que la gente estuviera mejor, porque cualquier campamento espontáneo no tiene las medidas de seguridad ni de higiene ni de potabilidad necesarias, pero no se ha logrado porque Grecia está totalmente desbordada. La gente va montando los campamentos como buenamente puede”, sostiene. Y agrega: “Yo esgrimiría una lanza a favor de los griegos, porque no es fácil vivir en el día a día con toda esa gente en sus calles, es como vivir en Donostia, subir a Ulía y encontrarte a 12.000 personas refugiadas. Vas, les llevas un poco de comida, juntas cosas, pero tú no puedes hacer mucho más”.
Para ilustrar esta dramática realidad, la cooperante argentina narra la situación que vivió en uno de los campamentos continentales, el de Katsika Ioannina, a unos 350 kilómetros de Tesalónica. “Se trata de un campamento en medio de la nada, levantado sobre piedras. Eso sí, es del Gobierno y, por lo tanto, las carpas son de Acnur. Hay unas mil familias, tienes mujeres embarazadas y muchos niños, algunos con minusvalía. El sol es inhumano, no hay donde cobijarse. No hay váteres suficientes ni duchas. Ahora están tratando de vaciar Idomeni y distribuir a la gente en otros campamentos. El problema es que cuando la gente llega a Katsika, a lo que les han prometido que sería un campamento en mejores condiciones, no quiere bajar. La gente se agarra al asiento del autobús y pueden pasar horas hasta que se calma la situación”.
Las familias De las encuestas realizadas a mujeres han sacado ya unas primeras conclusiones: más de la mitad de la población de los campamentos es infantil, de hasta 9 años; la media de edad de las mujeres oscila entre 23 y 36 años; pocas veces viajan solas; la media de hijos es de cuatro -en todos los campamentos hay mujeres embarazadas-; hay menores con discapacidad que, por ejemplo, han perdido su silla de ruedas; también hay menores con alguna cardiopatía, a los que sería importante atender cuanto antes. “La desesperación de los padres en estos casos es terrible”, apunta Patricia.
De lo que han visto extraen una dura realidad: familias rotas llenas de incertidumbre y desesperación. “Las madres se te echan al cuello y te dicen: ‘tengo un hijo de 16 años en Alemania, necesito verlo, necesito saber que está bien”. “Nosotras hicimos un taller de belleza con mujeres, porque entendíamos que el estrés, la bronca, la frustración, el desamparo es muy fuerte. Lo peor que les pasa es no tener una respuesta. La gente, en un 99%, te decía al principio que quería ir a Alemania; hoy por hoy están dispuestos a quedarse en Grecia o donde sea, la gente es consciente de que Europa se ha blindado, pero necesita respuestas”, explica Patricia.
Por último, esta cooperante lanza un consejo: “Yo pediría que las solicitudes de ayuda se hagan teniendo en cuenta las necesidades y que pensemos también a nivel cultural, el 90% de las mujeres de los campamentos son musulmanas y no visten como nosotras. Una donación no se hace limpiando el trastero de tu casa”, concluye.