El pasado domingo estuve en una boda. El sacerdote nos dijo dos cosas: una en la que estoy de acuerdo y otra en la que no. Preguntó a todos qué es lo más fácil de lograr en este mundo. Coincidí con él en la respuesta: equivocarse. Podemos errar al elegir bien o mal a una persona; también al separarnos sin aprender el verdadero porqué. Alguien me señaló en su momento que el verdadero problema no consistía en el fracaso del primer matrimonio, sino en repetir el fiasco con el segundo: significa que no has entendido nada y que, en consecuencia, de seguir así, la lista de intentos fallidos podría llegar a ser interminable.
No estuve, sin embargo, de acuerdo cuando señaló a los novios que, a partir de ahora, ya no existía eso de “tus amigos y mis amigos”, “tus aficiones y mis aficiones” o “tu familia y la mía”. Habría que hablar, según él, de “nuestros amigos”, “nuestras aficiones” y “nuestra familia”.
Estuve a punto de levantar la mano. Al igual que el testigo que se ve obligado a reconocer en alto un obstáculo que impida la boda, habría dicho que creo que no es cierto, pues en un matrimonio sano, y en consecuencia, duradero, hay tres vidas en juego: las dos de los cónyuges y la tercera que hacen los dos en común. Dudo mucho, además, que ande errado al dudar de la posibilidad real de que, a partir de un momento dado, deje de existir eso de “tu familia” y “mi familia”, para convertirse, de ahora en adelante, en “nuestra familia”. Ya, ya, pensé. Pero no levanté la mano. No soy tan aguabodas.
Pero, más allá del acierto de la imagen, el debate me suscita una idea: nos encontramos con que el arzobispo de Canterbury, en aras a encontrar una solución, parece que va a hacer uso de la teoría de las tres vidas: la de una iglesia, la de otra y la que quieren tener ambas en común como iglesias anglicanas que son.
Primero. No sólo se pone a votación la independencia de Cataluña, sino también la alternativa del miedo para impedirlo. Está por ver la consecuencia electoral de la tremenda campaña del Estado: si va a conducir a algunos catalanes al repliegue o a decir: “ya está bien, hasta aquí hemos llegado”. Está, pues, a votación lo uno y lo otro.
Segundo. El imperio de la legalidad. El derecho a casarse que Javier Maroto ha ejercido, ¿ha sido consecuencia de la legalidad o era previo? El derecho, de existir, vendría antes y la legalidad, en su caso, no habría hecho sino reflejarlo luego. La legalidad siempre es posterior. Y, de creer en la crónica de la boda, es precisamente ese derecho lo que los dirigentes populares celebraron bailando todos a la conga.
Tercero. Todos los españoles parecen tener derecho a decidir sobre el futuro de Cataluña, no sólo los catalanes, se nos dice. ¿Poseen también los catalanes el derecho a decidir sobre el futuro de esos famosos 16.000 millones de saldo neto que cada año aportan, por ejemplo, en Andalucía, o han de limitarse a la obligación de traspasarlos, sin más, siendo los andaluces los únicos que deciden dicho futuro? Es decir, política económica, objetivos, destinatarios, modo y criterios de gestión. ¿Con qué autoridad moral va a Cataluña la presidenta de Andalucía a decir lo que los catalanes tienen que hacer, con el desastre de los resultados obtenidos, en todos los ámbitos, muy a pesar del dinero que, año tras año, recibe de los demás? ¿Es para asegurar su paga?
Dejemos, atrás, al menos por un momento, el “quién tiene más razón”, “cómo empezó todo” y “quién ha sido más innoble”. Ha pasado lo que ha pasado y ya no hay vuelta atrás. Puestos a mal, las dos partes tienen una enorme capacidad de chantaje, hacerse mucho daño y durante un largo tiempo. Esto se puede convertir en un “pierdo, pierdes” de fatales consecuencias. Las preguntas, creo, son: ¿Qué es lo que más conviene a las personas afectadas? ¿Cómo lo podemos dejar mejor? El hacer bien la pregunta es fundamental. La respuesta viene derivada de la pregunta que se formule. No es lo mismo “¿podemos?” que “¿queremos?” o “¿tenemos derecho?” o “¿nos conviene?”. Cada pregunta conlleva respuestas diferentes. La humanidad no tiene solución, pero que hay soluciones que pueden dejarla mucho mejor de lo que estaba con anterioridad, con sus ventajas e inconvenientes. Por un tiempo.
Termino con la biografía de Ramón Mercader, El hombre del piolet, el asesino de Trosky, de Eduard Puigventós. Me quedo con una frase de su madre, Caridad, una agente soviética que influyó de manera decisiva en la vida de su hijo y que llevó la desgracia allí por donde pasó. La frase dice así: “yo solo sirvo para destruir el capitalismo, no para construir el socialismo”.
Lo más fácil de hacer en esta vida es equivocarse. Conociendo el desastre que ha sido la historia de España, creo que la frase, centrada en el destruir y construir lo que sea, puede servir de recordatorio para todos.