El Carnaval, que se denomina en euskara Ihauteri o Inauteri, se celebraba en gran parte de Europa. También era habitual en los pueblos de Euskal Herria hasta 1936. Prohibido por el franquismo, resurgió tras la muerte del dictador. Fue la localidad de Zalduondo la pionera en ese renacimiento del Carnaval rural, que poco o nada tiene que ver con las imitaciones de carnavales tropicales que se suelen contemplar en las ciudades.
En los últimos tiempos en la Llanada han sido bastantes las localidades que se han propuesto recuperar esta fiesta. Algunos de ellos han llevado a la realidad esas intenciones, de una u otra forma. En Asparrena, las localidades de Ilarduia, Egino y Andoin celebrarán hoy el Ihauteri. A las cuatro de la tarde los porreros recorrerán las calles de Ilarduia, para trasladarse a las cinco y media a Egino, donde recibirán al carro de los novios. Allí habrá reparto de chocolate y torrijas entre la concurrencia. A las ocho la ronda será en Andoin, con el juicio, condena y ejecución del Hombre de Paja, tras lo cual, como prescribe la tradición, se irán todos a cenar.
Agurain también celebra su Carnaval rural, con la bienvenida al Porrero y la Sorgina el ocho de febrero a las ocho de la tarde. El día siguiente, por la tarde, habrá verbenas para niños y mayores y concurso de disfraces. El domingo tendrá lugar, a partir de las doce y media del mediodía, el desfile del Carnaval rural. Por fin el martes, 12 de febrero, a las siete de la tarde y tras una chocolatada, se despedirá hasta el siguiente año al Porrero y la Sorgina. El domingo día 10 le habrá tocado el turno a Zalduondo, con el paseo de Markitos en un carro por la mañana, para ser juzgado, condenado y quemado en la hoguera por la tarde, después de la comida.
En muchos pueblos de Álava sigue siendo costumbre que los más jóvenes salgan cantando el jueves de lardero, solicitando alimentos para hacer una merienda, cantando una canción que suele ser propia de cada pueblo. En Vitoria se cantaba aquello de ángeles semos, del cielo venemos, a pedir chorizos, patatas y huevos. En el límite con Euskadi, en Bera de Bidasoa, la copla decía tzinga ta arrautze, bat ezbada bertze (tocino y huevos, si no hay lo uno lo otro). En definitiva, el Carnaval era una época de grandes comilonas, en contraste con la Cuaresma que vendría luego. Incluso hay alimentos propios del Carnaval, como las torrijas.
Esta fiesta acaba siempre con la muerte y el entierro de algún personaje. En Francia este personaje es conocido como Saint Pansart, nombre del que deriva Zanpanzar, que es un gran monigote relleno de paja, que recibe golpes de los demás participantes en el Carnaval. En Salamanca a este personaje se le llamaba Sancto Panza, en quien se inspiró Cervantes para crear su Sancho Panza. Este personaje es Markitos en Zalduondo, Miel Otxin en Lantz, el Judas en Salinas de Añana y Moreda, el Hombre Malo en Okariz, el Viejo o la Vieja en otros lugares, como San Román de San Millán.
En torno a este personaje se desarrollaba el Carnaval. El domingo salían los jóvenes vestidos de porreros pidiendo alimentos por las casas. Estos se vestían con cosas que cada uno encontraba en su casa -vestidos viejos, retales de telas, sombreros viejos y cosas similares-. Se pintaban la cara y llevaban un carro en el que iban una pareja de novios, en la que el chico se vestía de novia y la chica de novio. Ella llevaba colgando de la cintura un pimiento rojo que hacía alusión al miembro sexual masculino. El carro era llevado por dos mozos disfrazados de bueyes. Los porreros arrojaban ceniza a los espectadores, llevaban cencerros o cascabeles y hacían ruido con carracas. Llevaban varas con las que golpeaban al Zanpanzar y una especie de látigo hecho con crines de caballo, con el que fustigaban a las chicas. También podían llevar una putxika, una vejiga de cerdo hinchada, con la que perseguían a los niños. Otros personajes eran el hojalatero, que recuerdan a los caldereros del Carnaval de Donostia, el quincallero, la Vieja o el Diablo, que iba armado con una putxika. Todos ellos cenaban esa noche con lo que habían recaudado por las casas. El martes, sin embargo, se juzgaba al hombre de paja, haciéndole responsable de todos los males acaecidos en el pueblo durante el año, se le condenaba y se le ajusticiaba, quemándole en la hoguera.
Tiempos de antaño El tiempo no discurre siempre de la misma manera. Existen el día y la noche, jornadas laborales y festivas, todo ello, repartido por las diferentes estaciones. Por eso, desde la más remota antigüedad, el ser humano ha sentido la necesidad de medir el tiempo. Así se inventó el calendario. Calenda es una palabra latina que designa los primeros días de cada mes. El registro de la sucesión a lo largo del año de las semanas y los meses, encabezados por las calendas, conforma el calendario. Antaño y en aquella sociedad campesina, éste giraba en torno a los trabajos del campo. Parece que antiguamente todos los calendarios eran lunares, por eso en la actualidad las semanas tienen siete días, que es lo que dura cada una de las cuatro fases de la luna, cuyo ciclo completo comprende, en consecuencia, 28 días. En lengua vasca la luna recibe el nombre de ilargi, que para algunos significa luz de la muerte -de hil (muerte)-, y para otros, luz del mes, ya que la palabra hil también significa mes. Para la mayor parte de los expertos en estos temas, esta última sería la etimología correcta, ya que todo parece indicar que los antiguos vascos medían su tiempo por meses lunares. Los romanos también tenían un calendario lunar, como lo tienen aún los musulmanes, pero en un momento determinado se pasaron al solar.
Aquel calendario lunar tenía diez meses, pero al hacerlo solar se le añadieron otros dos, que son enero y febrero, que van detrás de december, el mes décimo. Estos cambios los implantó Julio César, quien además, cambió el nombre del mes sexto, dándole el suyo propio. Su sucesor, Augusto, no quiso ser menos y, por eso, tenemos un mes de julio y otro de agosto.
Estos cambios estuvieron motivados por la constatación de que el sol tardaba 365 días y algunas horas en realizar su ciclo completo, que estaba marcado por los solsticios y los equinoccios y determinaba la sucesión de las estaciones que, en aquellos pueblos íntimamente unidos a la naturaleza, eran las que medían el tiempo. Así había una estación para sembrar, otra para cuidar la tierra, otra para cosechar y otra para almacenar y para preparar la tierra para la siguiente cosecha. Para los antiguos vascos el año se dividía en dos periodos principales, uno corto, negua (el invierno), y otro largo, uda, que tenía un prólogo, udaberria (la primavera), y un epílogo, udazkena (el otoño). Desde este punto de vista no es de extrañar que el año, en aquellos tiempos, empezase no como ahora, una vez comenzado el invierno, sino en el inicio de la primavera, con el equinoccio, en el mes de marzo, llamado por los romanos martius, en honor al dios Marte, y antaño entre los vascos, epaila, que significa mes de la siega de la hierba. Curiosamente epai significa siega o corte, pero también sentencia. ¿Qué son los solsticios y los equinoccios? Pues sencillamente los momentos en los que el sol se encuentra más alejado del ecuador, los solsticios, y cuando está perpendicular al mismo, los equinoccios. Pues en esa transición del invierno a la primavera, el equinoccio de primavera, se celebraba el Carnaval.
La Iglesia católica no tuvo más remedio que adaptar sus festividades a los calendarios existentes, ya fuera el romano, el judío o los de algunos pueblos recién cristianizados, como el de los vascones. Por eso situó el nacimiento de Cristo en el solsticio de invierno; la fiesta del precursor, San Juan, en el de verano; y la resurrección de Cristo, en la Pascua judía. El calendario judío es lunar y la Pascua, que conmemora la huida del pueblo israelí de Egipto, se celebra en el sábado de la primera luna llena de primavera. La Iglesia impuso un periodo de cuarenta días de penitencia antes de la Pascua, llamado Cuaresma, justo antes se situó el Carnaval, por eso tanto la Semana Santa como el Carnaval cambian de fecha cada año.
Por otra parte, el calendario juliano había trasladado el comienzo del año del equinoccio de primavera al 1 de enero. De ahí esa cierta confusión en las tradiciones, que queman el culo a Putierre en Nochevieja, en el errepuierre, ipurdi-erre, literalmente quemar el culo, y a Markitos, el Viejo, la Vieja, el Judás, a Miel Otxin o a la Sardina en Carnaval.
Tal como se conoce actualmente, el Carnaval es hijo del cristianismo, aunque pervivan en él ciertos caracteres paganos. Suponía un periodo de relajación y permisividad previo a los rigores de la Cuaresma. Los campesinos, hombres y mujeres, mediante la máscara y el disfraz, cambiaban de personalidad, incluso de sexo, por unos días o unas horas. Pero el Carnaval no es una fiesta caótica ni desordenada, sino que su desarrollo está sometido, desde luego con unos márgenes amplios, a unas reglas, a un guión y, sobre todo, a una intencionalidad concreta. Desde luego con unos márgenes amplios para la improvisación, pero manteniendo unos rituales determinados y con unos personajes que se repiten año tras año.
La palabra castellana Carnaval parece ser de origen italiano y no aparece hasta el siglo XVI. Antes, estas fiestas se denominaban Carnal o Carnestolendas, en referencia a que se podía comer carne, cosa prohibida durante la Cuaresma. No sólo era la carne como manjar, sino que el nombre hacía referencia a los llamados placeres carnales. En suma, el Carnaval era el momento de excederse en cuanto a la gula y la lujuria, mientras la Iglesia miraba hacia otro lado.
También se encuentra el nombre antruejo en las zonas más occidentales de la Península Ibérica, antroxu en Asturias, entroido en Galicia, entrudo en Portugal, denominaciones que provienen del latín introitus, que significa introducción o prólogo, en referencia a que el Carnaval es el prólogo de la triste Cuaresma.
El Carnaval, antiguamente, eran las tres jornadas anteriores al miércoles de ceniza, día en el que comienza la Cuaresma, es decir, domingo, lunes y martes. Por eso en algunos lugares de Gipuzkoa al Carnaval se le llama asteartinak, en referencia a que se celebraba el martes, asteartea. Actualmente se considera que el Carnaval empieza el jueves y acaba el martes, víspera del miércoles de ceniza. Ese jueves es llamado jueves gordo o de lardero. En otros tiempos se celebraban también los dos jueves anteriores, llamados izekunde o jueves de compadres y emakunde o jueves de comadres. El jueves de lardero, entonces, era gizakunde o jueves de los seres humanos, tanto hombres como mujeres.
El antropólogo Julio Caro Baroja nos señala una serie de actos propios del Carnaval. Estos eran arrojar a los espectadores salvado, harina o ceniza, quemar estopas, correr gallos, mantear perros y gatos, colgar de las colas de estos animales vejigas, botes u otros objetos, arrojar agua con pucheros o jeringas, apedrearse con huevos o naranjas, colgar o mantear muñecos o peleles, fustigarse unos a otros con porras o vejigas, producir ruidos con artefactos especiales, quebrar pucheros y ollas, injuriar a los espectadores, criticar a la autoridad, robar utensilios o aperos, carros o arados, para esconderlos o bien cruzarlos en las calles, subirlos a los tejados o colgarlos de los árboles.
El rey de los gallos Capítulo aparte merece la participación de los gallos en el Carnaval. Además de perseguirlos tirándoles piedras, era costumbre elegir entre los mozos un rey de gallos. En algunos lugares de Euskal Herria se celebraba el oilokunde o jueves de gallinas, también llamado gallo de marzo. En sitios como Bidangotze, en el valle de Erronkari, o Mendexola, Zeanuri y Meñaka, en Bizkaia, se consideraba al gallo como un espíritu que protegía contra el demonio y que al final de la fiesta era sacrificado. En Arrieta, en la Llanada, el jueves de lardero era conocido como Día del Pastor. El miércoles por la tarde los niños recorrían las calles cantando y pidiendo alimentos para hacer una merienda. Uno hacía las veces de obispillo y otro cuidaba de un gallo. Una de las niñas hacía de abanderada, otra ataviada con falda negra portaba una cesta para llevar los huevos, tocino, chorizo, morcillas, patatas, aceite, manteca y miel que iban recogiendo. En la comitiva figuraban también la bolsera, la niña que llevaba la bolsa negra de Judas, reservada para el dinero de la cuestación. Los niños iban de puerta en puerta cantando una canción que, entre otras cosas, decía: La señora de esta casa es una santa mujer, pero más santa sería si nos diera de comer.