Un ciclo histórico desconocido por las generaciones presentes ha florecido con la nueva Ley Antitabaco. Sin embargo, y lejos de lo que se pueda pensar, este hecho no es para nada un asunto novedoso en el interminable relato de la humanidad. En tiempos pasados, más allá incluso del cuplé que popularizó la española Sarita Montiel que glorificaba el acto de fumar, este hábito ya estaba envuelto en una densa humareda, con anécdotas curiosas y asesinatos incluidos.
Y es que, la popularización en la Europa medieval de las hojas de tabaco que llegaban desde las américas desencadenó la primera batalla política y social en torno a esta práctica. "El fumar es un hábito repugnante a la vista, odiado al olfato, dañino para el cerebro y peligroso para los pulmones". Así se manifestaba en el año 1616 el rey Jacobo I de Inglaterra (1566-1625) en un boletín sobre la nueva "mala costumbre" procedente del continente colonizado por los españoles.
En 1588, la disputa se transformó en discursos y acciones más explosivas; como cuando el capitán de un barco de la Armada Española prohibió a uno de sus hombres fumar; éste, para mostrar su enfadó no tuvo mejor ocurrencia que vaciar su pipa en un barril de pólvora haciendo volar por los aires el galeón.
En Inglaterra, el hábito de fumar se hizo popular a través del también marino sir Walter Raleigh (1554-1618). Incluso la reina Isabel I (1533-1603) aprendió a usar una pipa. Su sucesor, el militante antitabaco Jacobo I, hizo decapitar a Raleigh en 1618. "Para mí es incomprensible por qué una costumbre que introdujo un tipo tan odioso es tan bien recibida", dijo el rey, que, dicho sea de paso, ha pasado la historia por su fama de dipsomaníaco; alcohólico, vamos.
Fue precisamente el propio Raleigh quien protagonizó una anécdota que ha pasado a la historia y que, de hecho fue llevada al cine en la película Smoke: apostó que sería capaz de determinar con precisión el peso del humo que desprendía un cigarro. Para ello, y antes de encenderlo, lo puso en una balanza y lo pesó. Luego, lo prendió y se lo fumó con placer echando con sumo cuidado las cenizas en el platillo de la balanza.
Cuando terminó, puso la colilla en la balanza junto con las cenizas. Después, pesó lo que había allí y acto seguido, restó esa cifra del peso obtenido previamente del cigarro entero; la diferencia era el peso del humo. Esta operación, sin embargo, no fue suficiente demostración de su ingenio para salvar la vida ante el implacable Jacobo I.
Otro caso curioso es el del príncipe Mauricio de Orange (1567-1625), comandante en jefe del Ejército holandés, quien consideraba que los fumadores no servían de soldados; o el médico doctor Beverwijck, quien comentaba en un libro de consejos muy leído en aquella época que: "conocí a un hombre que estaba acostumbrado a fumar diariamente veinte pipas, costumbre que siguió tanto tiempo hasta que ya no pudo tomar aire y murió asfixiado". También las depresiones y la impotencia fueron atribuidas al tabaco.
Por el contrario otros médicos consideraban que fumar tenía efectos curativos. El médico Nicolaes Tulp (1593-1674), retratado por Rembrandt, recetaba a sus pacientes cigarros perfumados como medicina. Tulp, un fumador empedernido, alcanzó la -para su época- poco habitual edad de 81 años.
Con el transcurso del tiempo, las formas de fumadores y no fumadores fueron suavizándose y democratizándose. Por ejemplo, cuando el bucanero holandés Piet Heyn (1577-1629) salió a la mar en 1628 para capturar a la flota española, en sus barcos tenía rincones para fumadores y zonas para no fumadores. La reglamentación de a bordo rezaba: "Nadie puede fumar tabaco, salvo en el lugar previsto delante del palo mayor. Quien no respete esta disposición, permanecerá encerrado ocho días, y en caso de repetir, será lanzado desde el palo mayor". Una extraordinaria forma de hacer respetar una normativa que ya ha sido vivida en tiempos modernos, con la aparición de espacios libres de humos y que, desde enero, ha ido más allá con la prohibición de fumar en lugares públicos cerrados como establece la Ley Antitabaco.