Una tarde invernal a comienzos del año 1679, Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d"Aulnoy, atravesaba en litera, junto a una numerosa comitiva, el paso de Santatria, mal llamado de San Adrián, procedente de París. Se dice que puso tierra de por medio tras un escabroso asunto en el que su marido fue acusado de traición. Lo cierto es que, aunque las acusaciones se demostraron falsas, dos hombres fueron ejecutados, uno de ellos el amante de la madre de Marie-Catherine.
La baronesa nació en 1650 en Bourg-Achard (Normandía). A los 16 años la casaron con François de la Motte, barón de Aulnoy, treinta años mayor que ella, con quien tuvo cinco hijos, no todos reconocidos por el barón. En la Corte de Luis XIV, rey de Francia y Navarra, la baronesa destacó como escritora, siendo conocidos sus cuentos de hadas, no precisamente dedicados al público infantil. Vivió desde 1679 en la Corte de Madrid. En 1681 quedó viuda y en 1685 regresó a París, tras obtener el perdón de Luis XIV. Perdón que en gran parte le llegó sustentado por la eficaz labor que desempeñó como espía en la corte española. De su experiencia dejó escrito un libro, Relación que hizo de su viaje por España la Señora Condesa d"Aulnoy en 1679, en el que narra su paso por la Llanada.
Tras su regreso a París, el salón de Madame d"Aulnoy se convirtió en uno de los lugares de encuentros literarios y, seguramente, de otros tipos, donde se daban cita aristócratas, artistas y vividores hasta que murió en París el 4 de enero de 1705.
De su viaje por tierras vascas cabe destacar que, al llegar a Baiona, la baronesa ya se percató de que se encontraba en un país diferente, aunque perteneciera al reino de Francia.
Al referirse a las mujeres afirma que "de buena gana daría yo muestras patentes de su jovialidad si hubiera comprendido lo que decían hablando unas con otras, porque no desconocen el idioma francés, pero tienen tal costumbre de usar el dialecto de su provincia, que difícilmente podrían expresarse de otro modo en sus conversaciones particulares". "Este país llamado Vizcaya -refiere-, está lleno de altas montañas en donde abundan las minas de hierro. Los vizcaínos trepan sobre las rocas tan ágil y prontamente como los ciervos. Su idioma, si puede llamarse así tal jerga, es pobre hasta el punto de significar una palabra multitud de cosas distintas". De los vascos le llama la atención el tamaño de sus orejas: "para alargárselas se las estiran a los chiquillos, encontrando en esta deformidad alguna belleza".
La baronesa cruza el Bidasoa en una embarcación gobernada por mujeres conocidas como bateleras. Su cocinero intenta propasarse con una de ellas, la cual poco aficionada a bromas, le abre la cabeza con un remo. Así que un viajero advierte a la baronesa que cuando esas jóvenes vizcaínas se irritan, son más de temer que las fieras leonas".
Entrada en Álava Al acercarse a Álava, la baronesa describe el territorio como "un camino muy escabroso que conduce a unas montañas altas y escarpadas imposibles de ganar si no es trepando la sierra de San Adrián". Al otro lado, una vez traspasado el túnel, el paisaje asombra a la baronesa, que sufre un ataque de lirismo. "Nunca he gozado de tan hermoso retiro", afirma. "los arroyos corren como en las cañadas, la vista, sin vallas que se le opongan, sólo es limitada por la debilidad de los ojos, la sombra y el silencio reinan y los ecos resuenan en todas partes", detalla.
No obstante, el viaje le resulta penoso. "Hay tanta nieve que llevábamos delante de nosotros veinte hombres que nos abrían camino apartándola con anchas palas". La comitiva pernocta en Galarreta y, al día siguiente, reanuda viaje hacia Vitoria. Un compañero de viaje de la baronesa, Don Fernando de Toledo, sobrino del duque de Alba, le comenta que van a pasar cerca del castillo de Guevara, en el cual, dicen los naturales del país, habita un duende, por lo que nadie se atreve a entrar. A pesar de ello, los viajeros deciden visitar el castillo. "Entramos en el castillo, subimos a una torre sobre la cual se alza el torreón donde habitaba el duende, pero, por lo visto, estaría de paseo, porque allí nadie notó su presencia".
Ya acercándose a Vitoria "cruzamos una llanura muy agradable". La capital de Álava es una ciudad "rodeada por dos cercos de murallas, unas viejas y otras nuevas". Pero algo llama la atención a la baronesa de las vitorianas. "No puedo resistir el deseo de apuntar una moda extraña: todas las señoras abusan tanto del colorete que se lo dan sin reparo desde la parte inferior del ojo hasta la barbilla y las orejas, prodigándolo también con exceso en el escote y hasta en las manos, nunca vi cangrejos cocidos de más hermoso color", concluye malévola.
Debido al temporal de nieve, la baronesa permanece dos días en Vitoria, cuya plaza principal describe con "una hermosa fuente y cerrada por la casa de la villa, la cárcel, dos conventos y muchas casas bien construidas". Se refiere al espacio donde a finales del siguiente siglo el arquitecto Olaguíbel construiría el actual Ayuntamiento y la Plaza Nueva. "La ciudad está dividida en dos barrios, el viejo y el nuevo y todos los vecinos van dejando aquél para recogerse con más comodidades en éste. Abundan aquí los comerciantes ricos, ocupados en el tráfico del hierro que producen las minas. Y las espaciosas calles tienen a cada lado una fila de árboles".
El camino recorrido por la baronesa era el Camino Real de las Postas al reino de Francia, la carretera general de la época, que estuvo en uso hasta que en 1765 se abrió el paso hacia Gipuzkoa por el puerto de Arlaban.