l miliciano número 18.015 del Ejército vasco fue Enrique Gárate Jiménez. Llegó a ser capitán de la primera compañía del batallón Esteban Salsamendi, unidad bajo la disciplina del PCE. De ser camarero en los días de la Segunda República pasó a ser soldado espontáneo, voluntario para hacer frente a los antidemocráticos durante la guerra militar de 1936. “Formaba parte del sindicato de hosteleros de UGT”, valora la familia.
El día de su partida al frente, su joven mujer, Emilia Fernández Posada, hizo todo lo posible por disuadirlo porque el joven acababa de salir de una pulmonía doble. De hecho, uniformado como combatiente se apoyaba en un bastón por su fragilidad aquellos días. Su esposa, de lozanas 21 primaveras, le entregó a la hija de ambos al miliciano. Toñita tenía tan solo 17 meses. Y trató de retenerlo por última vez con una frase demoledora: “Si no lo haces por mí, Enrique, hazlo por ella”. Gárate, comunista convencido, no tardó en responderle: “Lo hago por ella, para que tenga un mundo mejor. Lo vas a entender”.
Aquel bebé hoy suma 86 muy lúcidos años en Madrid. “Mi madre no lo entendió nunca porque días después los fascistas lo habían matado en Mirugain. En Otxandio”, transmite a DNA. Ocurrió el 4 de abril de 1937. A día de hoy, aún no ha aparecido su cuerpo, aunque su registro de muerte en combate sí existe. Aquella viuda quedaba junto a su hija en un Bilbao bajo las bombas y la amenaza de avance del bando golpista. La también camarera acudía como voluntaria a recibir los camiones de asturianos que arribaban a la capital vizcaína a defender la villa. “Me llevaba con ella a todos los lados”, apostilla.
Su estancia en Bilbao tenía las horas contadas. Los franquistas buscaban a su marido porque había formado parte de la Ejecutiva Comunista de Euskadi. Miembros del partido le advirtieron de ello. De hecho, ella misma había escrito artículos de opinión en publicaciones de la época. “Es decir, buscaban a mi padre sin saber aún que le habían matado ellos mismos”, matiza Toñita.
Esa misma madrugada, Emilia puso tierra de por medio. Decidió viajar a Zaragoza, capital en poder de los franquistas. Como iba a trabajar, dejó a su hija al cargo de la familia, de una tía. “Mi madre no podía llevarme, pero cada cierto tiempo se pasaba toda la noche viajando en trenes entre los soldados nacionales que no tragaba, con el único fin de traernos leche desde Zaragoza. Y se volvía. Así durante años”.
En esos días, Toñita vivió algo que a día de hoy aún cuestiona cómo le pudo ocurrir. “Soy atea, por lo tanto, no creo en estas cosas, pero tienen que tener una explicación”, valora antes de narrar su vivencia. Revivió de algún modo la despedida de su padre en aquella estación del ferrocarril. “Estábamos cenando sopa en la cocina y vi junto a un perchero del pasillo a un hombre de pelo ondulado al que le faltaban dos dientes, vestido con una gabardina de botones y un cinturón, con bastón. Me sonreía”.
En ese momento, la niña de 3 años le dijo a su tío lo siguiente: “Ahí está un amigo esperándote”. Y, claro, miraron y no había nadie. Días después, mandaron a la pequeña a por manzanas que guardaban debajo de la cama. “Fui y vi al mismo hombre tumbado sobre ellas. Yo no me asusté. Me gustaría que algún neurólogo me explicará qué viví”. Y volvió a decir que aquel amigo de la familia estaba esta vez bajo la cama. Pasó el tiempo y su madre conoció a otro hombre con quien decidió ir a vivir a Valencia. Era madrileño y se llamaba Aurelio Jiménez, militante socialista que sorteó un total de tres penas de muerte. Sería su padrastro a quien la madre le pidió que le llamará “papá”. Toñita ya tenía cinco años.
En esos días fue cuando su madre le sentó en una cama y le contó que vivirían los tres juntos. Sin embargo, le mostró una foto de su padre biológico, del miliciano del batallón Salsamendi. “Me dijo este es Enrique Gárate y es tu padre. Luchó por ti. Y no merece que lo olvides. Nunca”. La niña miró a la madre y le sorprendió con su reacción: “Si ya lo conozco. Está en la casa de Bilbao. Esto le hizo temblar a mi madre, que dudó si estaba vivo”. La mujer puso rumbo a Teléfonica y pidió conferencia para el día siguiente, como se podía hacer entonces. “Me llevó rápido por la que llamábamos Plaza del Caudillo muerto, aunque aún no había muerto, en Valencia”.
Emilia preguntó a su familia bilbaína por el miliciano. La respuesta fue negativa. “Mi madre les dijo que yo le había reconocido en la foto. Que cómo era posible si no había más fotos de él. Y que sabía que le faltaban las dos paletas. Yo creo que tiene que quedar como un disco vivo del cerebro en estos casos por la emoción máxima en aquella despedida. Insisto en que yo no creo en Dios ni en cosas del estilo”.
A los 17 años, Toñita comenzó a ser propagandista del Partido Republicano. “Aunque mi padre era comunista, a mí nunca me ha gustado el comunismo, que por ejemplo Lenin dijera que todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Yo siempre he sido socialista”.
Tal es así, que la familia se exilió a Suiza y formó parte del PSOE en su sección de Zúrich, ciudad en la que compartían trabajo con el Partido Social Demócrata Suizo. “Di mítines en 1975, por temática de mujer. Era la única mujer que participaba en ello”.
85 años después, queda una pregunta por hacerle a esta mujer afincada en Madrid. Su padre, al despedirse de su madre, dijo: “Lo hago por ella, para que tenga un mundo mejor. Lo vas a entender”. Su mujer quizás lo entendió, y ¿usted, Toñita, lo ha entendido? “Sí, lo he entendido porque hay que trasladarse a la férrea convicción ideológica del momento, que no la tenemos a día de hoy. He entendido lo que decidió hacer perfectamente, aunque no compartiera sus ideas. Quiero dejar claro que no soy anticomunista. Eso sí, viviendo aquel momento con todo lo que sé al respecto, yo hubiera actuado de igual modo que lo hizo él”.