a casi nadie duda de que, como dijo la consejera vasca de Salud Nekane Murga, el Covid-19 "nos ha ganado la partida". Estemos en la segunda ola o en la prolongación de la primera, la realidad es que seguimos en grave peligro de contagio según demuestran los recuentos diarios. Tomemos nota, además, de la excesiva incidencia en la CAV y en Nafarroa, lo que significa que algo estamos haciendo mal. En el ambiente social se palpa la preocupación, el cabreo y hasta el pánico ante una situación para la que seguíamos sin estar preparados. Y en esta tesitura, con la sensación de fracaso colectivo y la incertidumbre ante lo que nos espera, se abrió la caja de los truenos a la búsqueda de culpables del fracaso de la desescalada. La mayoría de señalamientos culpan a la juventud, aunque no se libran de pecado las autoridades sanitarias o, por extensión, los gobiernos respectivos.
A la gente joven se le imputan sus comportamientos insensatos, insolidarios, mezquinos, que van a lo suyo desparramándose en botellones, hacinamientos, temeridades e indisciplinas en relación a las precauciones más elementales. Se les culpa de protagonizar el primer eslabón de la cadena infecciosa, desentendidos de las más básicas precauciones sin enterarse de la omnipresencia del virus, fuertes y vigorosos por la edad y, para colmo, asintomáticos. Comparten sudores, fluidos heterogéneos, masa humana y horas, muchas horas de contacto, sin ningún compromiso en el uso de mascarillas ni en el respeto a las distancias. Cuando la alarma obliga a practicar las pruebas médicas y resultan positivos, ya es tarde y el virus ha podido llegar a sus contactos familiares más próximos y con menos facultades físicas, iniciada y desbocada la cadena.
Por supuesto, no faltan quienes responsabilizan de este desastre a la autoridad, al Gobierno de turno, denuncia que lógicamente se plantea por principio desde la oposición y que tiene ya precedente en las reiteradas acusaciones que venían planteándose desde el inicio de la pandemia. Se repite la incriminación de falta de precaución, de haber perpetrado fuertes recortes en sanidad, de no haber previsto la salida en tromba tras el confinamiento, de haber precipitado el paso a la nueva normalidad priorizando la economía a la salud, de decisiones dubitativas y hasta contradictorias, de centralismo y a la vez particularismo. Más generalizada y compartida es la acusación de falta de autoridad para hacer cumplir sin contemplaciones las normas por las que pretendidamente se podría evitar la propagación del virus.
Aplicando un mínimo de ecuanimidad, hay que reconocer que a la difusión del virus han contribuido con lamentable eficacia sectores sociales que superan en años, en experiencia y se supondría que en sensatez al chivo expiatorio de la juventud. Adultos eufóricos sin precaución alguna, se han desparramado también en banquetes, barbacoas y celebraciones familiares. Con la misma ecuanimidad hay que reconocer que los que mandan a veces ven coartadas sus iniciativas por los tribunales, que caminan por el filo de la navaja de concertar la seguridad sanitaria y la supervivencia económica, además de navegar en las aguas procelosas de una pandemia de la que aún se sabe muy poco.
La verdad es que la búsqueda de culpables no lleva a ninguna parte. Es nuestra culpa, la de la sociedad como conjunto, que no respetamos las medidas cuando no son obligatorias bajo sanción, que aún no nos hemos enterado de que no queda otra que dejar atrás nuestra anterior forma de vida, nuestras costumbres de décadas, nuestros hábitos sociales. Todo ello hasta que una vacuna garantice que podamos restaurarlos sin riesgo.