Cualquiera está expuesto a hacer el ridículo. Pero cuando ese ridículo va a hacerse en público, radiado, televisado y, sobre todo, teniendo en cuenta la intensidad mediática del asunto, se concluye que el ridículo ha sido apoteósico. Ahí les vimos, engalanados y engalanadas con el vestuario de los grandes acontecimientos, sin enterarse de que ahí se estaban jugando la supervivencia política y dispuestos a hacer un ridículo antológico, además televisado. Ahí les vimos, a esas gentes con el destino de millones de personas en sus manos y convirtiendo en esperpento las esperanzas que depositaron en las urnas.

Tras el 28 de abril, superado el sobresalto de una extrema derecha al galope, en principio la jugada era sencilla, era una posibilidad real, factible, de llegar a un acuerdo para evitar una calamidad amenazante. Esa gente, la que podía y debía acordar un Gobierno de progreso, tenía tiempo de sobra para el pacto. Solo les bastaba hacer oídos sordos a las injurias, las mentiras y las maldiciones de los perdedores.

Pues bueno, luego ha resultado que los dos salvadores estuvieron hasta última hora viendo pasar el tiempo, mareando la perdiz, que si hoy ni se os ocurra pensar en un Gobierno de coalición, que hoy sí, pues que vale, que viren pero me pido la vicepresidencia, que de eso nada, que mira si te valen tres ministerios de chichinabo, que ni hablar, que sin mí no llegas, que contigo tampoco? dos gallitos en un corral que cuando llegó la hora hicieron el ridículo urbi et orbe. Vergüenza ajena comprobar que los aspirantes de la izquierda pura y honesta pedían cargos, sillones, mientras los dueños del corral los iban soltando a cuentagotas sin ninguna convicción, en un regateo de feria transmitido a golpe de tuit y a eco de medios de comunicación. Vergüenza ajena haber llegado al filo de la navaja sin más fondo que el reparto de poltronas, para terminar echándose en cara con toda la mala leche de la izquierda frustrada los rencores acumulados, sacando in extremis de la chistera un conejo muerto y ciscándose en las esperanzas de los millones de votantes que esperaban de ellos quitarse de encima la amenaza de una derecha crecida y más compacta que nunca.

Vergüenza ajena, por cierto, esa derechona con su matraca de romper España, con sus mentiras mil veces repetidas para que acaben colando, sus aplausos, sus abucheos, su patriotismo de opereta. Vergüenza ajena la sonrisa en foto fija de Pablo Casado viendo desmoronarse el proyecto del candidato que barrió al PP en la moción de censura primero y en las urnas después. Vergüenza ajena Alberto Rivera con sus ridículas ocurrencias supuestamente ingeniosas repetidas hasta el aburrimiento y su vacío total de discurso. Vergüenza ajena Abascal, Cid Campeador sacando pecho, citando a Unamuno sin ningún pudor y amenazando con la intemerata.

Vergüenza ajena que tuviéramos que conformarnos con el bálsamo de los Rufián, Esteban, Matute? los indeseables que pusieron un mínimo de cordura en el patio de Monipodio del Congreso de los Diputados.

Vergüenza ajena comprobar cómo los supuestos representantes de la izquierda y el progreso han desperdiciado la oportunidad de arrumbar a una derecha corrupta maridada con el franquismo rampante que ya está presente en el hemiciclo. Vergüenza ajena comprobar que aquí no cede ni dios, ni siquiera con la amenaza más que probable de una involución democrática. Uno no puede olvidar el ejemplo de gentes como Santiago Carrillo y ni se le ocurre imaginarle boicoteando un acuerdo para quitarse de encima al franquismo porque no le daban un ministerio.

Vergüenza ajena solo de pensar que quienes no han sido capaces de acordar un Gobierno de progreso y quienes lo han impedido por activa o por pasiva vienen cobrando sus sueldos desde el 28 de abril y después del desastre se marchan ahora de vacaciones. Pagadas, por supuesto.