La instantánea que salga de las urnas es toda una incógnita. ¿Gobernará el bloque de la moción de censura? ¿Tendremos la foto de Colón a la andaluza? ¿Asistiremos a una nueva traición dialéctica con una alianza PSOE-Ciudadanos? ¿O la aritmética será tan macabra que habrá nuevas elecciones? El escenario es impredecible. La demoscópica indica, según ha ido transcurriendo la campaña, que el nivel de tranquilidad de Pedro Sánchez se mide en 130 diputados, lo que ha insistido en llamar una mayoría suficiente para conservar asiento en La Moncloa. Menos de 100 generaría inquietud en el PP, y por debajo de 80 el porvenir en Génova 13 de Pablo Casado estaría sentenciado. 50 suponen una marca aceptable para Ciudadanos, pero supondría pinchar otra vez en su intento de liderar una centralidad de la que solamente quedan despojos al escorarse a la derecha. En Unidas Podemos los debates apuntan a que superará la barrera de los 40 representantes en el Congreso, lo que sería un fracaso respecto a 2016 pero un éxito frente a las expectativas que le otorgaban por debajo de los 30. Vox, que a partir de 10 ya proclamaría victoria, es la gran duda a tenor de que puede existir un ingente voto oculto para dispararle quién sabe si hasta ser tercera fuerza, un terremoto en los cimientos de la democracia. La treintena de diputados soberanistas invitan a ser determinantes.
La presión de la extrema derecha y el alto porcentaje de indecisos ha condicionado todas las estrategias. Sánchez se aprovechó de su traje presidencial para firmar una campaña de perfil bajo, dejando que la división en las filas de “la España en blanco y negro” bastara para fraguar su triunfo, hasta que su enredo con debatir en la televisión pública o en la privada, o en las dos o en ninguna, con unos y con los otros, le colocó en un incómodo primer plano. Un tropiezo salvado por el fuego cruzado entre PP y Ciudadanos. El aluvión de dardos ha permitido al socialista renovar su “no es no” para dejar claro al independentismo que con él “nunca” habrá un referéndum. Y que si traspasan los márgenes constitucionales no le temblará el pulso. Un mensaje para neutralizar los ataques, algunos extralimitados, de Casado, Rivera y Abascal acusándole de ser “cómplice del golpismo” y de tener pactados los indultos.
la derecha, desbocada Lo del líder del PP ha sido caso aparte. No solo ha caído en la tentación de radicalizar a su partido para taponar la hemorragia de votos hacia Vox, sino que lo ha hecho soltando, casi a diario, soflamas fuera de lugar, datos erróneos de forma intencionada o, lo que es peor, de manera inconsciente. Y rodeado de candidatos ajenos a la política que han demostrado que, sin capacitación, solo les llamaron a filas para incendiar aún más la atmósfera. Casado moderó sus formas y discurso en los debates pero demasiado tarde, impostado y con su alter ego, Rivera, buscando pasarle por encima. Para personaje, el que se fabricó el líder de Ciudadanos en los combates televisivos, subido al pedestal por la prensa española que suspira por un pacto naranja con el PSOE que desnudaría la credibilidad de Rivera, cuyos postulados territoriales no se alejan de Vox.
La marca ultraderechista, prácticamente predemocrática, de Santiago Abascal podría barrer por ese carril ideológico si en las urnas se calca la imagen de asistencia a sus mítines. Su programa no solo consta en que el dictador permanezca en el Valle de los Caídos sino que quieren rescatar su espíritu para retroceder cuatro décadas en derechos sociales. Europa asiste pasmada a que el cordón sanitario no se establezca sobre Vox.
Pablo Iglesias ha enderezado el barco morado que se iba a pique mimetizándose en Errejón al abandonar los imposibles y apostar a que Unidas Podemos sea el dique de contención que obligue al PSOE a ser izquierda. También el independentismo catalán sujetaría a Sánchez, pero no será con un cheque en blanco. Veremos si ERC, esta vez, no solo gana en las encuestas. En la CAV, el PNV se erige como voto útil para defender el autogobierno, y EH Bildu se siente, como nunca antes, “determinante”.