el enardecido debate político sobre el conflicto catalán aparece cada día que pasa más rodeado de gasolina. Sin más ideas, de momento, que la firmeza, los lenguajes antagónicos, la angustia electoral por el acercamiento a los independentistas y el creciente vandalismo, el primer aniversario del 21-D salpica de dramatismo una realidad insoportable para la convivencia social y política. Este pulso dispone ahora mismo del voltaje suficiente para dinamitar la paz callejera y desbordar la acción de gobiernos y partidos desgraciadamente tan condicionada por la causa judicial y, también, espurios intereses agoreros. Quizá ante semejante tribulación no les quede más remedio estadista a Pedro Sánchez y Quim Torra que renunciar el próximo viernes a sus respectivos maximalismos para enviar el mensaje de una fotografía de diálogo para abrir siquiera por un día la rendija de la distensión.
Hasta entonces, es evidente que la imparable sinrazón ha ido alentado un peligroso radicalismo suficiente para que acabe tocándose por sus extremos cuando derrape, y quizá no tardará mucho. Ha bastado simplemente que la violencia de los fanáticos CDR ridiculizara la sensatez del orden público para que asomara entre algunos dirigentes democráticos la tentación, torpemente expuesta, de ilegalizar a los independentistas. O que Torra, desde su reprochable irresponsabilidad como presidente de todo un territorio, quisiera aventurar por la trágica vía eslovena el futuro de un pueblo dividido por la mitad. La munición dialéctica suficiente para que se cargaran de indignación quienes detestan la vía de la aproximación al soberanismo institucional y que ya han empezado a trasladar a las urnas su hastío como primer aviso a navegantes que tan fácilmente puede calar. Ante semejante algarabía siempre es aleccionador más allá del eco conseguido la exhortación contundente de Aitor Esteban, que lo hacía por la boca de la experiencia sufrida, a prevenir tiempos oscuros en Catalunya. Más aún, el esclarecedor mensaje tan intencionado de Joan Tardà a quienes, desde la intolerancia, se refugian en los pasamontañas para defender la república entre garrotes y fuego.
Así las cosa, el horizonte inmediato provoca pavor y desasosiego. En el entorno, mientras se dilucida si la reunión del viernes, en Barcelona, es mano a mano o en compañía de otros, sólo se intuye un campo minado y, además, por mucho tiempo. No es descartable que Carles Puigdemont y la derecha española quieran jugar a empozoñar sin límite este latente polvorín tan judicializado que tanto favorece sus respectivos intereses tan abominables. En realidad, nadie se cansa de demostrarlo con tensiones permanentes en cada uno de sus movimientos que solo conducen a la frustración. En tan artero empeño ambas partes saben malévolamente que, desde luego, debilitan a los demás porque contribuyen a desnudar sus discrepancias. Le acaba de ocurrir al PSOE en uno de los momentos -le quedan muchos por sufrir- más delicados del proceso. Precisamente cuando se creía que Pedro Sánchez iba a sembrar, no sin cierto arrojo, la semilla del diálogo para propiciar el acercamiento de ERC y PDeCAT a sus Presupuestos. Justo cuando pretendía garantizarse el oxígeno que nadie salvo Pablo Iglesias parece regalarle hasta el próximo otoño, el descalabro de Susana Díaz devuelve a los socialistas a su peor pesadilla: el debate territorial. La debacle en Andalucía ha abierto las guaridas para que vuelvan a escucharse las voces más jacobinas mortecinas hasta mejor ocasión desde la moción de censura.
Con el calendario electoral que flota tan amenazante después del 2-D, que nadie espere un mínimo guiño del Gobierno a los independentistas en los próximos meses más allá de compartir una mesa. Solo firmeza. Sánchez carece de la más mínima fuerza política ahora mismo para dar un paso al frente, aunque está convencido internamente de que lo debería intentar. Sin embargo, el miedo a un próximo estropicio en las urnas ha corrido como la pólvora entre sus diputados, senadores, barones y asesores. El mensaje no es otro que prietas las filas y sin correr aventuras. El presidente ya lo dijo en el último pleno: “vienen a por nosotros” y tiene razón. Se refería a una derecha envalentonada porque siente cómo toma cuerpo creciente su idea de mano dura implacable contra el brote secesionista que quiere romper España. Además, el escenario de kale borroka -todavía queda por vivir la batalla del próximo viernes- riega las tesis justificadoras del 155 y de la represión policial. Gasolina ya hay, falta por llegar el sentido común.