esta semana hemos conocido que el proceso de participación puesto en marcha por Eusko Ikaskuntza en relación con el nuevo estatus vasco ha movilizado solo a 126 personas en lugar de las 600 previstas, que, por otro lado, tampoco hubieran sido tantas. Obviamente, la pregunta que se nos viene a la cabeza es evidente: ¿por qué? ¿Cuál ha sido el motivo que ha llevado al 99,9% de la población vasca, otrora extraordinariamente activa políticamente, a no dedicar ni diez minutos de su tiempo a esta cuestión?

Las respuestas por parte de quienes impulsaron el proceso, esto es, los partidos políticos, fueron desde la poca publicidad del proceso a la falta de interés del tema en cuestión, pasando, en fin, por el acrítico aplauso de quien no está dispuesto a que una evidencia le chafe el discurso.

Seguramente habrá de todo un poco, habrá habido mucha gente que no se ha enterado, no ya de la apertura del proceso de participación, sino de que existe un debate en relación con el nuevo estatus. También habrá habido otro inmenso número de personas que interesándole el debate y conociendo el proceso, entiende que el mismo debe ser responsabilidad de sus representantes y que cuando toque ya votarán que sí o no según les manden sus líderes. Y por último, para qué negarlo, habrá habido miles de hombres y mujeres que estando al tanto de todo el proceso, tal y como sostiene el PP, el debate no le interesa una higa. Sin embargo, es muy probable que si el debate hubiese sido otro, la participación tampoco se hubiese desbordado, porque, para qué engañarnos, una cosa es participar en una manifestación exigiendo desde la paz mundial a la subida del SMI, y otra muy distinta entrar a redactar, ya sea un nuevo estatuto, ya sea un proyecto de Presupuestos. Por más que las instituciones y las formaciones políticas intenten abrir tanto sus debates internos como sus procesos de toma de decisiones a través de elecciones primarias y procesos de participación más o menos minoritarios, lo cierto es que, a día de hoy, la política no goza del favor de la ciudadanía y que esta solo se moviliza como consecuencia de su propia indignación, léase, entre otros, pensionistas, o de lo contrario limita su participación, en el mejor de los casos, a depositar una papeleta en una urna cada dos o tres años. No obstante, no cabe trasladar la responsabilidad exclusivamente a quien no participa. Quien ha convertido las instituciones en búnkeres con lenguajes y procedimientos incomprensibles y la política en un lodazal donde todo vale, tiene muchísima más responsabilidad que quien decide no implicarse en los debates que le afectan. El espectáculo al que hemos asistido en los últimos meses con imágenes de presidentas de Comunidad en cuartos de supermercado, másteres convalidados, tesis con porcentajes variables de copia o conversaciones privadas y grabadas por quien ha protagonizado los episodios más oscuros de la policía española, son tan poco edificantes y colocan el debate a un nivel tan miserable, que luego no cabe sorprenderse cuando ante un debate que, ventajistamente, pretende legitimarse a través de un proceso de “participación ciudadana”, nadie participe.