Catalunya diluye su esencia a golpe de insensatez. Una comunidad intervenida y sin rumbo institucional desde hace demasiado tiempo asiste atónita a una histérica batalla plagada de terquedad entre el Gobierno español y Carles Puigdemont de imprevisible desenlace. La sinrazón ha acabado por apoderarse finalmente de un escenario demasiado contaminado por el intervencionismo asfixiante de la Justicia y la dejación de la política. Así es fácil imaginarse el peligroso enquistamiento de un conflicto cuyos efectos empiezan a erosionar la estabilidad de un Estado en un ambiente cada vez más irrespirable por las sacudidas de la corrupción, las tensiones en muchas autonomías pendientes de su financiación y la desconfianza mutua entre los partidos mayoritarios. Algo huele a podrido.

El conflicto catalán es una cuestión de empecinamientos, de testosterona política. Puigdemont sabe que no puede ser presidente de la Generalitat porque le está esperando el juez Llarena. Pero también Don Quijote se creyó capaz de luchar contra molinos de viento. En su libre ensoñación, avalada por las urnas del independentismo, ha acabado, no obstante, por desquiciar a su enemigo. Solo así se explica la osadía de Soraya Sáenz de Santamaría por acercar al borde del precipicio a un aturdido Rajoy -otra semana para no dormir- y a la credibilidad política de todo un gobierno. Su personalísima decisión de recurrir la nominación de Puigdemont a su investidura podría responder a otro ataque de poder o simplemente de vanidad profesional de ese ‘clan Aranzadi’ de abogados del Estado sin mano izquierda política que lidera en La Moncloa.

Ahora mismo, y más allá del inevitable debate sobre la razón jurídica de su enésima apelación al Tribunal Constitucional, es inconcebible que el Gobierno se arriesgue a un sopapo tan sonoro, máxime cuando el propio Consejo de Estado, al desaconsejar el recurso, ya ha dejado por escrito que son imposibles la investidura telemática de Puigdemont y su supuesta delegación del voto y de su figura. Por lo tanto, ¿a qué viene, entonces, esta apelacion? ¿Acaso simplemente se fundamenta en el miedo a que un prófugo se burle del control de alcantarillado del ministro Zoido? ¿Es su única alternativa? ¿No hay nadie sensato por ahí, libre de toda sospecha, que pare de una vez tantos desatinos en Madrid, Bélgica y Barcelona?

Resulta hilarante imaginarse que la investidura del próximo presidente de la Generalitat del 155 permanezca bloqueada cinco meses. Y lo peor es que puede ocurrir en medio de una conmoción generalizada y donde el valor del 21-D quede reducido a un puro espejismo. ¿Cómo se podría aguantar en ese caso la tensión política, la presión mediática o la indignación social? Difícilmente. La convivencia en Catalunya empieza a verse sembrada de minas contra la distensión porque el frente de bloques cada vez es más acusado en medio del inmovilismo de los partidos.

Bajo semejante voltaje, Mariano Rajoy se limita a confundirse posiblemente porque acusa demasiada presión en tan poco tiempo. En un enero horrible, la grieta de Ciudadanos se ha confabulado con la rendición ante el juez de un Ricardo Costa -flaco favor a la imagen de España le ha hecho su colorida pulsera-, a quien siempre se le supuso demasiado blando ante emociones duras como la corrupción. El verbo siempre oportunista de Albert Rivera para pescar en las aguas revueltas de la unidad de España es mucho más que un aguijón, aunque no se atisba cambio de ciclo. Rubalcaba, que por si acaso ya ha hablado con Marta Pascal al volver de Bélgica, lo tiene más claro: “habrá más de un volatín todavía, pero gobernarán los independentistas sin Puigdemont”.