en un momento clave del proyecto europeo, cuando debe resolver la encrucijada en que se encuentra y definir su modelo futuro como sociedad, los Estados se resisten a ceder su omnímodo poder, se aferran al egoísmo obsoleto de creerse los único agente válidos para la construcción europea y para vertebrar los valores de democracia, solidaridad y de convivencia.
No han terminado de entender que el mundo (y Europa y también) ha cambiado, que hay agentes y actores no estatales que asumen un papel de creciente protagonismo en las relaciones internacionales. Y, pese a esta evidencia Europa, con Juncker a la cabeza, insiste en construirse injusta y equivocadamente de forma vertical, de arriba a abajo; es decir, desde los Estados y solo contando con los Estados como protagonistas, negando todo papel a los pueblos y naciones sin Estado que coexisten con las realidades estatales y que pueden ayudar vertebrar el proyecto europeo.
La gran aspiración del proyecto europeo, inmerso en una grave crisis de identidad a día de hoy, es ser capaz de definir un modelo institucional y de sociedad que le permita recuperar la confianza de sus ciudadanos. Un proyecto que solo irá adquiriendo mayor legitimidad en la medida en que se vaya construyendo de abajo hacia arriba y donde las realidades políticas y sociales no estatales tendrán cada vez mayor importancia como agentes legitimadores del cambio para avanzar hacia una Europa más integrada, en un mundo cada vez más interdependiente y en el que la diplomacia soft o paradiplomacia va a ser un gran agente en la transformación de las nuevas reglas de juego a nivel internacional y europeo.
Desde Euskadi hay que trabajar y valorar el papel de las naciones y pueblos europeos en el proceso de construcción de la Unión Europea, tanto en su diseño como en su implementación, asumir la interdependencia entre los diferentes poderes políticos, la soberanía compartida entre los mismos y los retos de las democracias en un mundo globalizado en el que los Estados se muestran impotentes para asumir por sí solos las respuestas a toda esa complejidad sobrevenida.
En efecto, Europa suscita hoy día más interrogantes que respuestas porque vivimos en una época de transformación radical de nuestros marcos de referencia provocada por una nueva realidad globalizadora emergente. Los Estados ya no tienen capacidad para abordar unilateralmente todos los problemas derivados de ese complejo mundo ni pueden resolver el conjunto de las necesidades de los ciudadanos.
Y para volver a recuperar y compartir este proyecto europeo con los ciudadanos no hay otra vía que reiniciar la construcción de una auténtica federación de naciones, una Europa donde el demos, el sujeto político protagonista, deje de estar anclado de forma exclusiva y excluyente en los Estados, cuyo egoísmo e inercia intergubernamental está convirtiendo en mera quimera el sueño europeo. Para ello hay que transferir protagonismo político y decisorio a los pueblos y naciones que integran la diversidad europea.
La mejor opción es volver a los orígenes, en este caso, a los de la Unión. La Europa unida era desde el inicio el proyecto político de la unificación del continente. Un proyecto para construir una federación de naciones en torno a un proyecto de futuro compartido. Hay que construir una federación de naciones. Resulta vital esta inversión de la relación con la Unión, que hoy escapa al control de los pueblos. La Europa unida se construyó con la voluntad de los pueblos, de los que sin embargo se ha desviado. Solo logrará sobrevivir si los recobra. Hoy no solo se trata de salvar el crecimiento económico, sino también, o quizás sobre todo, de salvar la democracia de la Unión Europea. Los ciudadanos europeos son los únicos que pueden hacerlo y lo harán si están convencidos de que merece la pena. Si se les propone un futuro y una política justa.
Por ello, hay que exigir otra forma de construcción europea, hay que apoyar a quien de forma sincera nos proponga una Europa más social, más abierta a la realidad de las naciones sin Estado, a la superación de los egoísmos estatales, a la potenciación de una verdadera Europa de los ciudadanos y de los pueblos europeos, superando el exclusivo protagonismo de los Estados.
Para salir de este atolladero necesitamos volver a construir una Constitución para Europa que combine la búsqueda de la integración con el pragmatismo, que se relegitime funcionalmente mejorando la vida y el futuro de los ciudadanos europeos, que reconozca la existencia de realidades políticas alejadas del pétreo binomio Europa versus Estados, que asuma la existencia de pueblos europeos vivos, activos, solidarios y alejados de la decimonónica lucha por la soberanía estatal exclusiva y excluyente.