Es tan escueto y poco preciso el dichoso artículo 155 de la Constitución española que permitía casi cualquier lectura, incluso una tan extensiva y arbitraria como la que plantea el Gobierno del PP con el visto bueno de PSOE y Ciudadanos.

Traído del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, explica el catedrático Javier Pérez Royo que “nunca se ha aplicado en la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial”. Vamos, que es territorio inexplorado y que, en cierta medida, esta aplicación en Catalunya va a constituir un experimento. ¡Ya es mala suerte que le toque a Rajoy experimentar con cosas tan serias! Porque siendo una herramienta de excepción, sería muy recomendable que la llamada “coacción federal” la desarrollara una democracia consolidada y no la española, que va camino de equipararse más a la turca que a la alemana.

De todas las medidas del decreto hay una especialmente grave: la limitación de los poderes del legislativo catalán. Cercenar las funciones del Parlament incluye dos medidas autoritarias: la imposición del ejecutivo español sobre el poder legislativo y la invasión de competencias mucho más allá de lo que en lectura simple recoge el 155. Vamos, que en realidad PP, PSOE y Ciudadanos están preparando un tongo electoral como lo haría cualquier golpista al uso: suspensión de la democracia por un tiempo hasta que me garantice una victoria electoral.

Claro que aún podía haber sido peor. Imaginen que cualquiera de los que acaban de escaparse del Jurassic Park español estuviera al cargo de la operación: Aznar, González, Guerra, Bono, etc. Porque si por ellos fuera, el escueto enunciado del 155 basta para arrasar un territorio, prohibir la discrepancia, saltarse los controles judiciales, ilegalizar partidos independentistas y hasta cosas peores, que ahí está siempre la sombra del hombre que abrazó a Vera y Barrionuevo.

El paso dado ayer en La Moncloa puede que sea sólo la avanzadilla. No desdeñen que, al final del camino, asistamos a una recentralización del Estado, con o sin reforma constitucional, porque al calor de esta crisis se está configurando un estado de opinión en la ciudadanía española encaminado a liquidar las molestias que las autonomías causan al centralismo. No sorprende en el PP, en el de antes y en el de ahora, ni en Ciudadanos, una derecha formada por políticos de aluvión con escasísima formación democrática, pero sí en el PSOE.

Resulta cuando menos extraño que al mismo tiempo que Pedro Sánchez busca su sitio promoviendo un debate constitucional donde se supone que se avanzaría hacia el autogobierno para resolver las tensiones territoriales del estado español, el mismo PSOE se lance a pactar con el PP y Ciudadanos la puesta en marcha de un 155 en versión dictatorial y apoyando, de facto, un estado de excepción que deja la democracia española por los suelos.

Pero la encrucijada también emplaza al soberanismo, que va a ser víctima y tiene ante sí la responsabilidad de minimizar los daños que el Estado va a ocasionar al autogobierno catalán. Sus diferencias, con la poco probable reedición de la fórmula JuntsxSí, y el marcaje permanente de la CUP sin cuyo apoyo el Govern está abocado al fracaso, colocan a Puigdemont en una delicada situación. Suya es la responsabilidad de convocar o no elecciones y de hacerlo antes o después de aprobar, esta vez sí, la Declaración de Independencia. De las decisiones que tome dependerá en buena medida si estamos ante un desastre absoluto o ante un mal momento pasajero.