La manifestación convocada el domingo pasado por Sociedad Civil catalana a favor de la “Unidad de España” permitió escuchar de nuevo los argumentos del escritor Vargas Llosa contra la “pasión nacionalista destructiva y feroz, religión laica, herencia lamentable del peor romanticismo”, que el renombrado literato peruano-hispano asocia sin rubor al fanatismo y al racismo.
En su poco sofisticado y maniqueo argumento recurrente contra la “conjura independentista” (lo repite cada vez que habla sobre esta cuestión) calificó a quienes acudieron a la manifestación como “catalanes democráticos que no creen que son traidores quienes piensan distinto a ellos y no consideran al adversario un enemigo, ni ensucian sus puertas. Son catalanes que creen en la democracia, en la libertad, en el estado de derecho, en la Constitución”.
¿Hay que “parar” al nacionalismo? ¿Es una enfermedad, un “virus” que hace enfermar a toda sociedad, como nos ha querido recordar de nuevo el Nobel hispano-peruano? Este torpe argumento, ya convertido en tópico, por recurrente, exige preguntar en primer lugar desde qué posición ideológica se formula tal valoración. Hay un nacionalismo no excluyente ni sectario que pretende construir una nación plural, diversa, integrada por ciudadanos libres e iguales, moderna, abierta a Europa y al mundo.
Existe, sí, esa suma de ciudadanos vascos y catalanes que creemos en una nación e intentamos construirla desde la palabra y la razón, con respeto a la democracia, sin pisar a nada ni a nadie, sin violencia, sin imposiciones ni amenazas, y no se parece nada a ese nacionalismo provocador, prepotente, hosco, maleducado, bronco, cainita y chulesco que domina el panorama político de la derecha española y desde el que Vargas Llosa pretendía dar lecciones de democracia.
La afirmación del divo ególatra de la literatura al finalizar la manifestación del domingo supuso un insulto a la inteligencia y al mundo nacionalista que sin embargo no ofende porque su endeble argumentación le desautoriza por sí sola.
Cuando afirmó: “Aquí estamos ciudadanos pacíficos que creemos en la coexistencia, en la libertad. Vamos a demostrarles a esos independentistas minoritarios que España es ya un país moderno, que ha hecho suya la libertad y que no va a renunciar a ella por una conjura que quiere retrocederlo a país tercermundista”, ¿quiso decir que sentirse parte de una nación sin Estado (debido a que éste se opone a tal reconocimiento) nos convierte en ciudadanos no pacíficos? ¿La modernidad a qué se refería solo es predicable del rancio abolengo del nacionalismo español?
Cabría recordarle a Vargas Llosa que su obra más afamada, La fiesta del Chivo, centrada en la figura del dictador dominicano Trujillo, tuvo en su primera edición una cubierta con un fragmento de la Alegoría del mal gobierno, de Ambrogio, simbólica forma de recordar, a su pesar, la nefasta forma de enquistar el problema catalán que ha derivado del inmovilismo de este Gobierno del PP a quien tanto parece apreciar el laureado escritor.
Vuelve a ser un maestro, sin duda, en el arte de la instrumentalización perversa de conceptos orientada hacia la demonización y estigmatización de un sentimiento nacionalista al que identifica de forma peyorativa con lo obsoleto, con aspiraciones desfasadas y de “antiguo régimen” foral frente a la modernidad revolucionaria derivada del concepto mágico de ciudadanía.
Ese discurso ideológico, tan aparentemente compacto y coherente como falso, se “vende” como la panacea de la individualidad frente al grupo, frente a la sociedad, frente, en definitiva, a todo intento por articular otro “demos”, otro sujeto político que no sea el del Estado-Nación y que pretenda convivir y compartir en sociedad de forma civilizada y ordenada sus aspiraciones sociales y políticas.
El binomio Estado-ciudadanos representa para esas concepciones todo el espectro posible de titulares de derechos y obligaciones. Si fuésemos realmente una democracia plurinacional se admitiría con normalidad (y con recíproca empatía) la necesidad de garantizar y proteger, ante la hegemonía nacionalista que representa el Estado-nación español, a las restantes expresiones nacionales (entre ellas la que representamos desde Euskadi) no en clave de contraposición sino de suma. Ése es el verdadero debate pendiente.
Cuesta mantener (pero hay que hacerlo) el ánimo sereno y firme que requiere la reflexión y la argumentación fundamentada ante este tipo de provocaciones dialécticas tan bien preparadas y medidas y que van asentándose como coletilla recurrente en el argumentario generalista de la práctica totalidad de los medios de comunicación estatales cuando se habla, por ejemplo, de cuestiones políticas que aborden conceptos como el de nación plural, o el de nación de naciones, o el de compartir soberanía en el marco europeo.