En la noche del próximo 1 de octubre, todas las miradas se dirigirán al recuento de papeletas posterior al referéndum de independencia en Catalunya. Aunque la negativa de Madrid a permitir la votación puede reducirla a una nueva consulta como la ya celebrada en 2014, el desarrollo de la cita se convertirá en una prueba de fuego para testar el músculo de las fuerzas políticas de corte soberanista, que disponen de una placentera mayoría absoluta en el Parlament. Más allá de la augurada y muy probablemente estéril victoria del sí a efectos prácticos, la movilización cosechada será un detalle observado con lupa. Pese a ser una convocatoria unilateral y sin garantías, el dato servirá para certificar la disposición de los ciudadanos catalanes para decidir sobre su futuro, algo que los estudios demoscópicos ya han reflejado de manera insistente. El arranque de la campaña, de hecho, estará precedido solo cuatro días antes por la celebración de la Diada, una festividad que suele congregar a centenares de miles de personas en las principales arterias de Barcelona entre consignas a favor de la independencia.

Lograr la máxima participación posible es uno de los objetivos subrayados en rojo por los convocantes del referéndum de autodeterminación. La abstención generalizada resta legitimidad a las votaciones -aún más si cabe en una convocatoria no autorizada- y plantea muchas incógnitas sobre la conveniencia de aplicar o no el resultado final. Tanto es así que no es extraño el establecimiento de un quórum que aporte validez a la cita con las urnas. Es decir, un mínimo de participación que asegure que la opción ganadora es efectivamente la más respaldada por la mayoría de la sociedad. Ese suelo matemático suele quedar fijado en la mayoría absoluta (que vote la mitad más uno de las personas con derecho al sufragio) o incluso una mayoría reforzada (dos tercios). Pese a lo trascendental de la pregunta formulada y las consecuencias que podría acarrear, la ley creada ad hoc para el 1-O no ha fijado ningún marco mínimo, tampoco para la más que probable victoria del sí. En cualquier caso, el propio president de la Generalitat, Carles Puigdemont, expresó en una entrevista en Le Figaro que una baja participación invalidaría el resultado, aunque no quiso poner sobre la mesa un número.

El avance de la escalada independentista ha polarizado aún más el escenario desde que se celebró la consulta en 2014, por lo que nadie duda de que la movilización será mayor. El 9-N se convirtió en un simulacro que no logró satisfacer las aspiraciones de sus impulsores. La cita se saldó con un paupérrimo índice de asistencia que evidenció las reticencias de los catalanes para participar en una votación sin mayor trayectoria. Tan solo el 32% de los ciudadanos con derecho al voto quiso ejercerlo, algo más de 2,3 millones de personas. De esta manera, la mayoría de los ciudadanos le dio la espalda a una consulta soberanista, si bien es cierto que no era de carácter refrendario ni venía respaldada por una ley que esbozara el camino hacia la independencia.

La baja participación disparó el resultado del sí, que venció con un 80% de los sufragios. Pero el dato resultaba difícilmente extrapolable al resto de la sociedad habida cuenta de que dos de cada tres catalanes no habían expresado su opinión. Para la cita del 1 de octubre, los convocantes buscan una cifra histórica. El objetivo no solo es superar el 32% del 9-N, algo que se da por hecho, sino acercarse a los índices de participación de unas elecciones autonómicas al uso. En los comicios de 2015, planteados por el entonces president de la Generalitat, Artur Mas, como un plebiscito sobre la independencia, la tasa se situó en el 75%. Las encuestas que se han publicado hasta el momento no contemplan un escenario tan optimista y prevén la participación de entre el 64% y el 67%.

De cumplirse esas expectativas, se manifestaría una potente movilización que duplicaría la registrada en 2014. No obstante, un simple vistazo a los referéndums de autodeterminación más recientes situaría ese dato a la cola mundial. Desde 1990 se han celebrado un total de 36 votaciones de este tipo a lo largo y ancho del planeta, de las cuales 8 se han efectuado sin el reconocimiento oficial por parte de los Estados de los que se buscaba la desconexión. En esas 36 convocatorias, la participación media se ha situado en el 84,15%, una cifra muy alejada de las previsiones para el 1-O, incluso de las más optimistas. La media aritmética arroja una cifra muy alta que, además, se incrementa exponencialmente en aquellos plebiscitos que han logrado proclamar la independencia de un país, todos ellos con autorización previa. En estos casos, el promedio de la asistencia alcanza el 88,77%. Dicho de otra manera, y según los antecedentes históricos registrados en las últimas décadas, se ha precisado de la participación de casi 9 de cada 10 ciudadanos para proclamar la secesión de un territorio.

URSS Y YUGOSLAVIA El grueso de los referéndums de autodeterminación celebrados desde 1990 se concentra principalmente en las antiguos países de Europa del Este. Eslovenia fue la encargada de romper el hielo en ese mismo año, cuando decidió emanciparse del resto de Yugoslavia mediante una votación que congregó al 93,2% de los convocados. Posteriormente le siguieron Croacia, Macedonia y Bosnia-Herzegovina, que registraron índices menores en sus correspondientes plebiscitos. Paralelamente, 1991 fue un año de especial concurrencia en los colegios electorales de la antigua Unión Soviética. Armenia, Azerbaiyán, Estonia, Georgia, Letonia, Lituania, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán activaron su derecho a la libre autodeterminación reconocido en 1917 por Lenin y Stalin y abandonaron el gigante comunista antes de su descomposición final. Todos ellos superaron de largo la barrera del 80% de participantes.

El margen de comparación entre estos antecedentes y el caso catalán es prácticamente inexistente por las diferencias políticas, sociales y culturales. Los procesos que afrontaron estos territorios difieren mucho de la coyuntura actual de Catalunya y el Estado español. Entre todos ellos, la menor tasa de participación registrada fue la de Bosnia-Herzegovina, que se situó en el 63,7%. Esta cifra se debió al importante boicot por parte de los serbobosnios y los impedimentos de sus autoridades para depositar el voto. El desenlace del referéndum fue una cruenta guerra que se saldó con miles de fallecidos entre 1992 y 1995.

QUEBEC Y ESCOCIA, REFERENTES Sin duda alguna, Quebec y Escocia son los ejemplos que más veces han esgrimido los dirigentes independentistas catalanes para demandar al Gobierno español una votación legal y pactada. Ambos territorios han contado con el beneplácito de Canadá y Reino Unido respectivamente para celebrar referéndums de autodeterminación. En el ejemplo americano, han sido dos las ocasiones en las que se han abierto los colegios electorales: en 1980 y en 1995. En ambas citas se rechazó la desconexión con el resto del Estado canadiense, aunque el margen entre los síes y los noes se redujo significativamente de una cita a otra. La participación, en cualquier caso, fue alta en las dos ocasiones: un 85,6% y un 93,5%. Posteriormente se aprobó una Ley de Claridad para establecer las condiciones por las que se puede convocar una nueva consulta en el futuro.

En el caso escocés, el más reciente, el índice de asistencia a las urnas se situó en el 84,6%, una cifra francamente superior a las que suelen registrar las elecciones domésticas británicas. Al igual que en Quebec, la gran movilización acabó frustrando las históricas aspiraciones secesionistas del Partido Nacional Escocés (SNP) y el no se alzó con la victoria en todas las regiones salvo en cuatro, entre las que se incluyó Glasgow, la ciudad más grande de Escocia.

SIN AUTORIZACIÓN La media de participación en referéndums de autodeterminación es alta incluso en aquellas convocatorias no reconocidas. Al margen de la consulta no refrendaria del 9-N en Catalunya, se han producido ocho votaciones sin permiso oficial. Nagorno-Karabaj, Kosovo, Osetia del Sur -en dos ocasiones-, el Kurdistán iraquí, Transnistria y las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk han perseguido la desconexión con una tasa de asistencia media del 85%. En estos casos, no contar con el aval de los Estados a los que pertenecen no parece haber sido un impedimento para exhibir inmensas movilizaciones sociales.