Cataluña camina como sociedad hacia la frustración de un proceso enmarcado en un convulso y complejo contexto político, marcado por el proyecto de discontinuidad histórica puesto encima de la mesa por parte del president de la Generalitat y su gobierno ante la actitud, entre prepotente y expectante, del Gobierno central que prefiere utilizar la herramienta de la amenaza en lugar de la del diálogo. Ni la crisis institucional, ni los problemas sociales, ni los recortes, ni el modelo de convivencia, ni la forma de superar el grave contexto socioeconómico ocupan el centro del debate político. Todo ello representa la culminación de un proceso colectivo de frustración, malestar, impotencia y energía negativa que conviene recordar para no olvidar cómo y por qué se ha llegado hasta aquí.
Con más de cuatro años de retraso y tras cinco intentos frustrados, el Tribunal Constitucional fue finalmente capaz de dictar sentencia sobre el Estatut de Cataluña que fue previamente refrendado vía referéndum por los ciudadanos catalanes. El Tribunal llevó al límite su descrédito institucional: de los 12 magistrados que iniciaron el debate uno quedó infundadamente recusado (lo que permitió al sector conservador consolidar provisionalmente su hegemonía), otro falleció (este desgraciado hecho reequilibró la balanza entre ambos sectores ideológicos dentro del Tribunal) y otra buena parte de sus integrantes habían superado ya de largo el plazo para el que fueron elegidos; su renovación se bloqueó por meros intereses partidistas.
La sustitución sobrevenida de la magistrada inicialmente designada como ponente, Elisa Pérez Vera, presagió un giro centralista, luego confirmado en el tenor de la decisión sobre los 114 artículos del Estatut recurridos, sentencia que proyectó su pronunciamiento en un doble plano: el estrictamente catalán, proclamando la inconstitucionalidad de ciertos preceptos del Estatut, y el propio andamiaje institucional estatal, para subrayar la indisoluble unidad de la única, a su juicio, nación existente: la española. Se trataba de poner freno, como cuestión de Estado, a cualquier veleidad soberanista, y marcar así las líneas rojas infranqueables, aunque ésta fuera defendida y postulada desde vías estrictamente pacíficas y democráticas. Se trataba de una sentencia política, no meramente interpretativa del texto constitucional.
La sentencia del Tribunal Constitucional colocó un triple candado frente a futuras iniciativas: conforme a su contenido, el único pueblo soberano es el español, representado por las Cortes Generales (Congreso y Senado español); el segundo argumento consistió en estimar que la previsión catalana en torno a su reconocimiento como nación y a la bilateralidad en la relación Estado/Generalitat afectaba al orden constituido y al fundamento mismo del orden Constitucional; y en tercer lugar reiteró la inexistencia del pueblo catalán como sujeto político, para reafirmar así la voluntad soberana de la Nación española, única e indivisible, titular único de la soberanía.
Pero si seguimos recordando hechos, no opiniones, hay que subrayar que en Cataluña la reacción ante la sentencia del TC por parte del entonces president de la Generalitat, el socialista Montilla, fue ponerse al frente de la indignación: el primero tras la pancarta como líder de un país indignado, y trató así de dejar sin margen de maniobra ni discurso a la entonces CiU, intentando opacar o difuminar la responsabilidad de su propio partido en ese desaguisado judicial y político.
¿Cómo podía gestionarse tal frustración colectiva, exacerbada tras la tediosa espera y la mezcla de indignación e impotencia derivada de la sentencia del TC? El resto del guion es conocido. Ante la negativa de Rajoy a pactar una razonable y legal consulta, ante la negativa también a renegociar un sistema similar a nuestro Concierto Económico vasco, y en ausencia de “estructuras de Estado” (de las que disponemos en Euskadi gracias al reconocimiento de los Derechos Históricos, cuya conservación, modificación y desarrollo están constitucionalmente amparados), se ha optado por jugar al todo o nada. Es una apuesta maximalista tan audaz como arriesgada y que pese a la efervescencia social y política desatada tiene muy difícil recorrido.
Si Rajoy hubiere actuado o todavía hoy obrara con inteligencia y no exacerbara victimismos, por un lado, ni emplea la prepotencia por otro, la cuestión podría, puede y debe reconducirse con el diálogo político y el cumplimiento de la propia letra del Estatut en materias, entre otras, como la de la financiación. La política debe resolver los propios problemas que genera la política. Ojalá se logre reconducir un clima de diálogo, sin amenazas ni arrogancias, sin maniqueísmos tan populistas como injustos.