La derrota en las urnas fue el precio que pagó Mariano Rajoy hace once años por el mentiroso relato con el que gabinete de José María Aznar trató de zafarse del atentado del 11-M, la venganza de Al Qaeda por la invasión y guerra de Irak. Los votantes no tragaron el anzuelo del PP y contra todo pronóstico convirtieron en presidente a Zapatero. Dicen los voces cercanas al presidente español que este episodio sigue muy presente en su mente, de ahí su escapismo ante la petición de ayuda que le lanzó Hollande para la misión de Malí. Como los niños, que en su ingenuidad creen que taparse los ojos basta para vencer al miedo, la fórmula de Rajoy era alejar la guerra de la agenda de la campaña, como si esta, al no mentarla no existiera. Pero el guion también lo escribe un enemigo que se muestra irreductible y que ha decidido poner la guerra y sus consecuencias en primer plano para horror de un gobierno que ha naufragado en el relato de lo ocurrido antes de acabar por aceptar la cruda realidad: fue un atentado contra España.

En favor del ejecutivo popular juega que el contexto es otro y, así, las contradicciones exhibidas en la gestión del atentado de Kabul se han atribuido antes a la chapuza que a la manipulación. No se ha convertido en arma de reproche electoral y sí en herramienta de marcaje de los que reniegan del pacto antiyihadista, como se ha encargado de subrayar Albert Rivera señalando a Pablo Iglesias, como si su sola firma obrara el milagro de frenar las embestidas yihadistas. El tiempo no pasa en balde y los años transcurridos desde aquel infausto 11 de marzo 2004 hasta la actualidad, todavía bajo el impacto de las matanzas de París y con el telón de fondo de un Estado Islámico cuyos tentáculos crecen en las calles de Europa, están reforzando el discurso de la seguridad, un viento siempre favorable al que gobierna.

La campaña entra en su última semana con todas las espadas en alto, a tenor de lo que dibujan las encuestas. Hoy llega el esperado cara a cara entre Rajoy y Sánchez. Esperado por tres circunstancias. La primera porque supone el estreno en carne y hueso en un debate del candidato del PP, sin persona interpuesta. La segunda porque suena a todo o nada para Sánchez. Y la tercera, porque el duelo tendrá un marcaje televisivo de los dos emergentes en el postdebate de Atresmedia, con Iglesias y Rivera comentando las jugadas de sus rivales.

Y en medio de esta campaña anodina y plana, dos bombas políticas alcanzan al bipartidismo. La dimisión de Gustavo de Arístegui como embajador de la India, destapando otra vez el tarro de la corrupción. Y el fichaje de la guipuzcoana Cristina Garmendia por Ciudadanos. La exministra de Zapatero acompañará hoy en Madrid a Rivera y al gurú económico del partido naranja, Luis Garicano, en la presentación del programa en materia de innovación. Una incorporación que proyecta sobre el PSOE una imagen letal, la de un barco que se hunde.

Desde Euskadi y Catalunya la percepción de lo que se ventila es otra. El auge naranja en combinación con la gaviota es una fórmula de gobierno que preocupa por su poder recentralizador y recortador del autogobierno. En eso han coincidido este fin de semana Artur Mas y Andoni Ortuzar. El líder jeltzale calificó la opción de que puedan confluir tras el 20-D de “peligro real”. Y, como Ciudadanos en Euskadi es casi nada y el PP sigue menguando, ¿qué tienen para perder? Es la pregunta que tienen que responderse los ciudadanos vascos que piensan que el autogobierno es irrenunciable.