Cuenta una versión del mito que Teseo se adentró en el laberinto, pero antes ató en la entrada el extremo del ovillo que le regaló Ariadna. Luego, fue deshaciendo la madeja hasta hallar al Minotauro y darle muerte. Después, Teseo fue recogiendo el ovillo hasta lograr alcanzar la salida. Con una consulta descafeinada y unas elecciones -plebiscitarias o no, de lista unitaria o de país o nada de lo anterior, todavía está por ver- sobre la mesa, Catalunya y la política catalana siguen en el laberinto. Pero quizá es posible buscar el extremo de la madeja, al menos un probable arranque de una enmarañada madeja política.
“Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán”. Palabra de José Luis Rodríguez Zapatero. Corría noviembre de 2003 y Rodríguez Zapatero era aún sólo el secretario general del PSOE participando en la primera campaña autonómica en Catalunya de la era post Pujol, durante la segunda legislatura de Aznar. Esta promesa sería luego cepillada, en palabras de Alfonso Guerra, primero por el Congreso y -siete años después- por el Constitucional y explica buena parte de la posterior y creciente decepción y frustración de la sociedad catalana.
Una nueva etapa
Aquella campaña electoral fue todo un antes y después en la política catalana: la primera tras la marcha de Jordi Pujol, la que alumbró el Pacto del Tinell y desalojó a CiU de la Generalitat para aupar al tripartito de izquierdas catalán liderado por el PSC de Pasqual Maragall. Aquella legislatura, por tanto, estaba llamada a ser la de la aprobación de un nuevo Estatut. Y así fue. No sin tiras y aflojas -incluida la diluida denuncia de Maragall sobre el 3%-, el Parlament aprobaba en septiembre de 2005 un nuevo texto estatutario con el apoyo de CiU, PSC, ERC e ICV y el único voto en contra del PP. Ya entonces, uno de los puntos conflictivos fue el del modelo de financiación.
Con otros elementos no menos polémicos -como los relativos a la definición como nación, el catalán o al Poder Judicial- aquel Estatut salió hacia el Congreso, con el PP exigiendo su tramitación como reforma constitucional -al entender que el texto aprobado contravenía la Carta Magna- y con el Gobierno de Rodríguez Zapatero admitiendo que habría retocar el documento aprobado en el Parlament. Cuatro meses de negociaciones entre Ejecutivo y partidos catalanes y una maratoniana reunión in extremis de Rodríguez Zapatero y Artur Mas lograban cerrar a finales de enero de 2006 un acuerdo que incluía -además de la definición como “nación” en el preámbulo- avances en la Agencia Tributaria de Catalunya, una fórmula de cesión de impuestos revisable cada cinco años o una compensación por deuda histórica a siete años en inversiones del Estado no inferior a su aportación al PIB total.
Tiempo después, Maragall declararía que Mas aceptó cerrar el pacto con Zapatero con el compromiso de un adelanto electoral en Catalunya y que Maragall no repitiera como candidato, una despedida que también fue interpretada como el alejamiento de Ferraz del sector más catalanista del PSC.
Durante aquel año, las Cortes aprobaron el texto revisado del Estatut, Maragall convocó el preceptivo referéndum -con una participación del 48%, el sí logró el 73% de los votos y el no, el 20%-, expulsó a ERC del Govern por su rechazo al documento final y convocó elecciones para noviembre. Para entonces, el PP ya había presentado su recurso contra el Estatut -“una constitución paralela”, en palabras de Soraya Sáenz de Santamaría- ante el Tribunal Constitucional, que no inició sus deliberaciones hasta comienzos de 2008.
Cae Maragall, llega Montilla
Las autonómicas de finales 2006, ya con José Montilla como cabeza de cartel del PSC, dibujaron otro endiablado rompecabezas político. CiU se alzó como vencedor, pero la fórmula tripartita continuaba sumando y Montilla se inclinó por reeditar la alianza con ERC, a pesar de los desencuentros pasados y de que esa apuesta complicaba el tablero a Rodríguez Zapatero en Madrid, al que la fórmula tripartita dificultaba los juegos de geometría variable con CiU, al tiempo que ahondaba una brecha que el PP iba a aprovechar de cara a las generales de 2008.
El episodio marca el tono de las complejas relaciones entre PSC y PSOE, entre Generalitat y Moncloa, precisamente cuando debía acordarse el nuevo modelo de financiación autonómica, cuya fecha tope prevista en el propio Estatut era el 9 de agosto de 2008. Las generales de marzo de ese año retrasaron en la agenda de Moncloa esta cita, un retraso que se complicó después con la ya imposible de disimular caída libre en una crisis económica descomunal. Un dato, nada anecdótico, que explica otras cosas que le han sucedido después al PSOE en las urnas: en aquellos comicios generales de 2008, 25 de los 169 diputados logrados por el PSOE lo fueron por Catalunya; en 2011, el PSOE solo sumó 14 escaños en Catalunya.
A este escenario macropolítico se unió en ese tiempo una crisis de las de andar por casa pero que tocaba muy de cerca el día a día de la ciudadanía catalana: el progresivo deterioro en las redes de cercanías de Renfe que provocó recurrentes colapsos en el servicio afectando a miles de usuarios. Una situación -que se extendía también a otro tipo de infraestructuras- que colocó en el disparadero a la entonces ministra de Fomento, Magdalena Álvarez; a la que sumó la necesidad de ralentizar las obras del AVE para garantizar la seguridad ante la aparición de varios socavones. En esa época, el Consejo de Trabajo Económico y Social de Catalunya presentó un estudio que enumeraba hasta 60 obras necesarias para evitar el “colapso”. “El crecimiento real neto, descontando los efectos del PIB y de la población, ha crecido más del doble en el conjunto de España que en Catalunya y casi cuatro veces más en Madrid”, subrayaba este informe de 2008.
Esta crisis de infraestructuras no es ni mucho menos baladí. Miles de personas -200.000 según fuentes policiales- se manifestaban en diciembre de 2007 en Barcelona bajo el lema Somos una nación y decimos basta. Tenemos derecho a decidir sobre nuestras infraestructuras, convocatoria apoyada por CiU, ERC e ICV.
En primavera de 2009, Rodríguez Zapatero promovió una crisis de gobierno que miraba, en buena medida, a Catalunya. Cayó la ministra de Fomento en favor de José Blanco, se reforzó el área de Política Territorial de Manuel Chaves a categoría de Vicepresidencia y Elena Salgado sucedió a Pedro Solbes -autor de una propuesta sobre la financiación a la que Montilla había respondido con un “es infraestaturaria”- al frente de la Vicepresidencia económica. Y es en verano cuando Salgado logró cerrar con Catalunya un acuerdo en torno a un nuevo modelo de fina nciación autonómica.
El golpe del TC
El Estatut llevaba ya tres años en vigor y se habían acordado doce de los traspasos previstos, pero el texto seguía pendiente de los recursos en el Tribunal Constitucional. Una circunstancia que desembocó en noviembre de 2009 en un hecho inédito: doce diarios editados en Catalunya publicaron un editorial titulado La dignidad de Catalunya, en el que, ante el temor a un fallo del Constitucional muy restrictivo con el Estatut, declaraban: “La expectación es alta y la inquietud no es escasa ante la evidencia de que el Tribunal Constitucional ha sido empujado por los acontecimientos a actuar como una cuarta cámara, confrontada con el Parlament de Catalunya, las Cortes Generales y la voluntad ciudadana libremente expresada en las urnas. Repetimos, se trata de una situación inédita en democracia”. Y advertía: “Que nadie yerre el diagnóstico, no estamos ante una sociedad débil, postrada y dispuesta a asistir impasible al menoscabo de su dignidad”.
Y la sentencia llegó en junio de 2010, después de varias votaciones de varios borradores de sentencia. El Constitucional recortó 14 de los 114 artículos recurridos por el PP. La sentencia avaló el preámbulo que incluía el polémico término nación -por seis votos a cuatro-, pero negándole validez jurídica y con referencias insistentes a la “indisoluble unidad de la nación española, consagrada en la Constitución”. Asimismo, anuló el uso “preferente” del catalán en la administración pública y rechazó el modelo planteado de Poder Judicial autónomo, así como la ampliación de competencias fiscales.
Una sentencia respecto de la que el president Montilla dijo sentirse “indignado”, indignación canalizada días después en una manifestación histórica -algunos cálculos hablaron hasta de un millón de asistentes- organizada por Òmnium Cultural bajo el lema Som una nació. Nosaltres decidim, que fue secundada por todas las fuerzas políticas que apoyaron el Estatut. En este ambiente se llega a las elecciones autonómicas de noviembre , que consuman la caída libre del PSC y el retorno de CiU a la Generalitat.
En esa campaña, la bandera electoral de Artur Mas fue el “pacto fiscal”, con el Concierto Económico vasco como una referencia. “No podemos pretender que ocurra lo del País Vasco, que una vez recaudados todos los impuestos, nos lo quedemos todos”, explicaba Mas , para defender que el objetivo debía ser reducir el “inasumible” déficit anual del 9-10% hasta el 4-5%. Ese déficit marcaría el devenir político de la legislatura. Con la crisis golpeando sin piedad en todo el Estado y el Gobierno Zapatero viviendo sus últimos estertores, Mas acabó protagonizando la curiosa paradoja de un discurso cada vez más tendente al soberanismo, conjugado con una cercanía al PP para acometer una dura política de recortes de gasto público.
La situación financiera de Catalunya era tan crítica que en agosto de 2012 fue una de las comunidades que primero pidió el rescate al Fondo de Liquidez Autonómica -más de 5.000 millones de euros ese año- creado por el Gobierno. Los datos eran palmarios: Catalunya era la comunidad más endeudada del Estado -42.000 millones de euros- y debía reducir el déficit del 3,9% de cierre de 2011, al 1,5%.
Esa sintonía inicial en la estrategia institucional contra la crisis económica no fue más allá. Mas llegó a reunirse en 2012 tres veces con el nuevo presidente, Mariano Rajoy, para plantearle su demanda de pacto fiscal. “Ni hoy, ni mañana, ni dentro de tres o cuatro meses”, fue la última respuesta que le dio Rajoy. Todo esto ocurría en plena efervescencia de los movimientos de indignados, un malestar social que estalló en Catalunya en episodios tan sonados como el acoso de varios cientos de manifestantes a los parlamentarios catalanes a la entrada al Legislativo, con Artur Mas y la presidenta del Parlament, Núria de Gispert, llegando en helicóptero a la Cámara catalana.
La Diada de 2012
Una olla a presión de frustraciones políticas y sociales que estalla en la Diada de 2012, que acaba reuniendo aún más manifestantes que la gran manifestación de 2010 tras la pancarta Catalunya, nuevo estado de Europa. Mas, señalado por la ciudadanía como ejecutor de los recortes sociales más duros en el Estado hasta ese momento y aislado políticamente salvo por el difícil de gestionar internamente apoyo del PP, aprovechó esa ola y decidió adelantar las elecciones para noviembre. “Con el pacto fiscal no habría convocado elecciones”, declaraba el president en una entrevista.
Y el programa electoral de CiU dio otro paso. Si en 2010 la bandera era el “pacto fiscal”, en 2012 el corpus programático de la coalición catalana transitó en un delicado equilibrio -las diferencias entre Convergència y Unió estaban ahí- en el que se evitó en todo momento hablar de independencia, pero en el que recurrentemente se defendía la necesidad de que Catalunya se constituyera en Estado propio, con 2020 como horizonte para formar parte de pleno derecho de la UE. E incluía expresamente la promesa de una consulta: “El Gobierno impulsará una consulta la próxima legislatura para que el pueblo de Cataluña pueda determinar libre y democráticamente su futuro colectivo”.
Lo cierto es que la cita electoral fue un fracaso relativo para CiU. Mas ganó las elecciones, pero perdió doce escaños respecto a 2010, muy lejos de la mayoría absoluta, mientras ERC subió disparada -comienza a hablarse del sorpasso- en un contexto de creciente avance del discurso independentista y gracias, también, a un PSC que seguía sin encontrar su suelo. Un complejo escenario político que se saldó con un acuerdo de legislatura de CiU con ERC -que hábilmente se mantuvo fuera de la Generalitat-, que no ayudaba precisamente a limar las diferencias de Unió con los convergentes, y que preveía activar el proceso de consulta para que esta se celebrara en 2014. “Llegó el momento”, declaró al respecto Mas el día de la firma del pacto.
Estos dos últimos años han sido una reafirmación de posiciones de todas las partes: el Gobierno de Rajoy no se ha movido un ápice y las fuerzas políticas implicadas en la consulta han ido dando los pasos previstos, desde una declaración soberanista aprobada en el Parlament -con disidencias incluidas en el PSC- tumbada hace unos meses por el Constitucional, hasta la aprobación de la Ley de Consultas y el decreto de convocatoria de la cita del 9 de noviembre -ahora suspendidos por el Constitucional-, todo ello con el impulso de importantísimas movilizaciones sociales. El último movimiento de Mas, renunciando a la consulta suspendida por el Constitucional, ha alterado el mapa político pero no ha despejado las incertidumbres. A menos de tres semanas del 9-N, todavía queda ovillo por deshacer.