eentre el jueves 22 y domingo 25 de mayo en torno a 400 millones de europeos podrán votar en unas elecciones europeas que la crisis económica y el incremento considerable del poder del Parlamento Europeo han convertido en particularmente relevantes.
La crisis, que algunos países han padecido de forma más intensa que otros, ha tenido dos consecuencias aparentemente contradictorias en la relación entre los europeos y la Unión. Hasta ese momento, para mucha gente la UE era básicamente un instrumento de distribución de fondos y de gestión de políticas de protección de los ciudadanos, especialmente en su rol de consumidores. Un ente prácticamente apolítico, del que no interesaba quién tomaba las decisiones sino simplemente el contenido de las mismas.
Esa percepción ha cambiado y mucho. Los ciudadanos son ahora conscientes de que muchas de las decisiones que realmente impactan en sus vidas ya no se toman en sus países, sino en Bruselas. Al malestar creado por la crisis se ha unido el de las medidas adoptadas para salir de ella y, en parte también, el proveniente de la sensación de no saber realmente quién toma las decisiones ni cuál es su legitimidad.
Ahora que algunos países ya han salido de esa crisis y otros empiezan a ver la luz al final del túnel esa cuestión, la de la legitimidad, cobrará importancia. En los próximos años la Unión Europea deberá seguir reforzando sus competencias, lo que supondrá nuevos traspasos de soberanía por parte de los Estados miembros en temas tan sensibles como las políticas económica, presupuestaria, bancaria o fiscal. Esta tendencia será aún más acusada en el caso de los países que comparten el euro.
Ese refuerzo de la integración europea requerirá indiscutiblemente del apoyo de los ciudadanos. Un mercado interior puede construirse sin su aquiescencia explícita. Una Unión política y económica con voz y voto en asuntos esenciales como el acceso a un puesto de trabajo, la pensión, el nivel impositivo o la distribución del presupuesto, no.
A su vez, ese apoyo requiere que la toma de decisiones sea transparente. Los europeos necesitan saber quién toma las decisiones, dónde y cuándo. Y deben poder controlar a quienes las toman. Lo que no se aceptaría a nivel nacional no tiene por qué ser aceptado a nivel europeo.
Las elecciones del 25 de mayo son una oportunidad irrepetible de mejorar esa situación. Por primera vez, el resultado de los comicios influirá en la elección del presidente de la Comisión Europea, la institución que gobierna el día a día de la UE, prepara la legislación y controla su cumplimiento. El Tratado de Lisboa modifica el papel a jugar por los jefes de gobierno y por el Parlamento a la hora de elegir al sucesor de José Manuel Barroso. A los primeros les corresponde hacer la propuesta, a la luz del resultado de las elecciones. Pero la elección la realiza el Parlamento, que tiene derecho a rechazar al candidato propuesto por los gobiernos si éste no encuentra una mayoría absoluta de diputados que le apoyen. Nada que difiera mucho de cómo se elige a un jefe de gobierno en muchos Estados democráticos.
Lo que parece un simple cambio de procedimiento puede ser en realidad una modificación revolucionaria del equilibrio de poderes entre la institución que representa a los Estados y la que habla en nombre de los ciudadanos. El primer beneficiario será el presidente de la Comisión, cuya fuerza política y legitimidad se verán reforzadas por el hecho de contar con el apoyo de una mayoría parlamentaria sólida surgida del sufragio universal. Con esos apoyos, la Comisión debería poder recuperar su papel central en Bruselas y la manera comunitaria de hacer las cosas volvería a ganar terreno a los simples acuerdos de mínimos entre países.
Por último, no hay que olvidar que muchas de las leyes que se aprueban en los Parlamentos de los estados miembros no son mucho más que la transposición de decisiones tomadas antes en Bruselas o Estrasburgo. Lo que digan o no digan las normas que se aprueben en los próximos cinco años dependerá en buena parte de quién gane las elecciones europeas y de qué tipo de mayorías puedan conformarse. De nuevo nada que difiera mucho de lo que sucede en cualquier democracia.
En los últimos cinco años, el Parlamento Europeo ha aprobado 970 leyes que han entrado o entrarán en vigor en toda la Unión y que van desde la reforma de la política agrícola hasta la puesta en marcha de mecanismos de control de los bancos. Se ha convertido en una institución sólida, influyente, potente. Más lo será cuanto más claro pueda hablar en nombre de 500 millones de europeos.