Allá por el siglo XIV, en el Libro del Buen Amor se decía aquello de que chica es la calandria y chico el ruiseñor, pero más dulce canta que un ave mayor. Ya avanzado el s. XX, la poetisa chilena Gabriela Mistral cantaba a los países pequeños, a esas patrias que los niños pueden recorrer, a esos países que tienen la modestia como aire natural y no son cogidos por la injuria fea y fácil de la dominación. Decía Mistral que los fuertes se reúnen en asambleas, pero tienen que guardar al pequeño un asiento a su lado porque suelen poseer más honra que ellos, y hacen falta cuando se quieren crear ambientes ricos de dignidad. En el alfabeto de los pueblos suelen ser éstos la consonante dulce que quita brutalidad a las vocales bruscas. Y no pudiendo amenazar a los otros pueblos ni con escuadras ni con polvareda de turbas, su alianza es deseada, porque su voz sin grito suele ser el acento suave que tiene la probidad y el gesto sencillo que tiene la honra.

En un contexto más cercano y más centrado en la política y en la economía, aunque sin dejar de lado la cultura, también hemos tenido ocasión de escuchar al lehendakari Ibarretxe su elogio de lo pequeño, cuando haciéndose eco de la frase del economista alemán Ernst Friedrich Schumacher, lo pequeño es hermoso, la complementaba añadiendo que también puede llegar a ser poderoso. Hablaba Ibarretxe entonces de la capacidad que lo local tiene de condicionar a lo global y de que en pocos años habíamos cambiado el paradigma de que lo global anula lo local, o lo que es lo mismo que lo grande anula a lo pequeño, con el que empezábamos este nuevo siglo, por el revolucionario lo local tiene la capacidad de condicionar y mover el mundo, esto es, lo pequeño condiciona y mueve a lo grande.

Pero todavía hay quienes no se han dado por enterado de este cambio de paradigma. Se aferran interesadamente al trasnochado concepto de que solo lo grande, o lo que ellos creen que es grande, es poderoso y niegan el pan y la sal en el ámbito global a quienes ellos denominan despectivamente pequeños. Este es precisamente el debate que, en Euskadi, protagoniza la campaña de las elecciones europeas hasta este momento. El de quienes, por un lado, pretenden que los vascos y vascas solo podemos tener presencia y futuro en Europa si nos presentamos diluidos y ninguneados en esa gran estructura ruinosa llamada España. El de aquellos que, desde su chiringuito bipartidista que tan bien les ha funcionado a nivel estatal, nos pretenden convencer de que solo el PP y el PSOE van a ser capaces, desde su presunta inmensidad, de resolver nuestros problemas.

En el otro lado del debate, estamos quienes comprobamos que Europa está siendo construida, a pesar de las resistencias y los obstáculos planteados por los grandes Estados europeos, celosos de sus soberanías, fronteras y privilegios nacionales, con los esfuerzos de países como Eslovenia, Estonia, Luxemburgo, Malta o Chipre, similares o menores que Euskadi. Estamos quienes coincidimos en que todos y cada uno de los avances que los vascos y vascas hemos experimentado en el ámbito estatal han sido arrancados por los que ellos denominan pequeños y que así será también en el Parlamento Europeo porque han sido los únicos que han puesto sobre la mesa de las instituciones europeas las cuestiones que afectan a la ciudadanía vasca. Los que vamos a condicionar desde la tercera vía el movimiento de la gran Europa. Los de las consontantes dulces en el alfabeto de los pueblos, que decía Mistral.