ucedió una catástrofe mayúscula durante las semanas de confinamiento a causa del coronavirus del demonio. En los primeros estadios del encierro, mi cafetera de cápsulas se desmoronó como un castillo de naipes ante un bebé inquieto. Traté de poner remedio a la situación. Primero, echando mano de mi caja de herramientas. Pasó lo que tenía que pasar cuando uno roza la ineptitud absoluta y no sabe distinguir en condiciones un destornillador de un alicate. Después, eché mano de Internet para intentar reemplazar la máquina por una versión similar ojeando mil y una páginas de venta online. Sin embargo, los plazos de entrega eran casi infinitos. Así que, desesperado, traté de elaborar mi solo con otros métodos más tradicionales. El resultado de mi actividad cafetera durante estas semanas se ha traducido en la elaboración de unos bebedizos interesantes, incluso en su color y olor, muy logrados, pero a años luz de un expreso digno. Sin embargo, esta semana me he podido resarcir. Junto a la redacción en la que paso gran parte de mi vida ha reabierto un local hostelero que me ha salvado la vida. Ya he bajado dos días a experimentar el placer de beber un buen café de bar. Y es que a veces, las cosas más pequeñas, son aquellas que nos dan la vida.