tra semana más de nuestras vidas se nos escurre entre los dedos, atrapados en un laberinto con una única salida hacia dos posibles escenarios. No queda otra que mover ficha y volver a la calle para acometer un largo, tedioso e incierto proceso de normalización cuyo éxito depende de todos, de que mantengamos el buen criterio demostrado durante el último mes y medio. Si somos responsables y pacientes volveremos a sufrir y disfrutar de una vida más o menos corriente, diferente en todo caso, pero podremos entonces emplearnos en la ingente tarea de reiniciar el sistema operativo de esta sociedad con los dedos cruzados y la esperanza de que el daño no sea irreversible. Si no somos conscientes de lo que hay, si nos relajamos, si nos dejamos tentar por el calor humano, si nos dejamos llevar por las ansias de fingir que todo vuelve a ser como antes, iremos derechos al segundo escenario, que no es otro que el actual. Si lo hacemos mal nos espera el purgatorio, otro encierro sin fecha de caducidad, una partida de ajedrez en perpetuas tablas contra un enemigo invisible cuya implacable crueldad vamos todos conociendo más o menos de cerca. Las niñas y niños son los primeros y están de enhorabuena; de sus mayores depende que no tengamos que volver a encerrarlos en casa.