Lo reconozco. Mea culpa. He caído en el vicio. El pasado sábado lo consagré al consumismo más árido. Al principio, sin demasiada convicción. Pero, una vez entrado en calor, con algarabía compradora. Supongo que es fácil caer en la tentación de las rebajas, que proponen una técnica de mercadotecnia infalible: hacen que parezca que lo inabordable es factible. Y allí me adentré yo para dejar a mi pobre monedero más tieso que la mojama. Lo único que me importunó la jornada fue la insoportable jerga inventada por el gremio textil para denominar a sus productos y que, al parecer, sólo conocen los iniciados en el contubernio que domina el mundo de la moda. Entre slim fit, regular fit, custom fit, corte skinny, tapered y jeans straight como reclamos para identificar las prendas, me pasé más tiempo metido en el traductor de san Google que haciendo caso al género que estaba delante de mis ojos. Al final, por supuesto, piqué y llegué a casa con varias bolsas repletas de todo aquello que no necesitaba. Sin embargo, la sensación una vez concluida la labor no fue del todo satisfactoria, entre otras cosas, por el picazón que se me ha quedado después de gastarme los cuartos y seguir pareciendo un garrulo de campeonato. Qué vida ésta.