Nos empeñamos en acabar el año mirando atrás, haciendo una especie de balance más o menos honesto, más o menos impostado arrastrados por las inevitables liturgias de esa especie de necesidad que siente el ser humano por renacer a pesar de que, si fuéramos un poco sinceros, admitiríamos que en ese intento de dejar atrás parcelas del presente hay más de fe cósmica que de confianza cierta en el futuro o que de voluntad personal en cambiar aquello que de nosotros depende. Este año, además, damos carpetazo a la segunda década del siglo y del milenio. Así que supongo que los ritos de reseteo y para conjurar la buena suerte proliferarán como hongos. Confieso que soy un desastre. Lo de las doce uvas ya se me hace cuesta arriba, así que como para dar el primer paso con el pie derecho y beber una copa de cava con un anillo de oro dentro mientras salto a la pata coja con ropa interior roja e invoco diez veces al espíritu de la buena suerte mientras quemo los malos deseos del año pasado. No. Después de todo, la vida trae malos momentos, algunos muy malos, muy injustos y muy duros, y siempre son demasiados. Pero de vez en cuando, trae alguno bueno. Son un poco puñeteros, hay que estar alerta porque a veces pasan casi sin que te enteres. Pero ocurren. Están ahí, esperando. Urte berri on!