n poco antes de comenzar la pandemia se comenzaron a colocar en órbita varios trenes de satélites a más de 400 km de altitud, dando velozmente vueltas a la Tierra. Ya hay más de 2.000, la familia más grande de satélites que se haya visto hasta el momento pero que en unos años triplicará su número. Estos aparatitos de la empresa Starlink del magnate Musk configuran una red de enlaces que da cobertura wi-fi de alta velocidad en casi cualquier punto del planeta. Hace falta además de esa barbaridad de chismes orbitando que te compres una antena y pagues religiosamente unos 100 euros al mes para acceder a este 5G espacial (si las vacunas hubieran sido lo que anunciaban sus detractores, tal cosa no habría sido necesaria porque ya casi todos llevaríamos activado ese microchip imaginario). Paralelamente harán lo mismo otras compañías punteras y algunos estados como el chino: en unos años tendremos decenas de miles de satélites sobre nuestras cabezas.

El problema es que, como es marca de la casa humana, la innovación a menudo se produce movida tan exclusivamente por el lucro que se desdeñan consideraciones ambientales o de pura lógica o bondad: es el capitalismo, amigos. Así el cielo se mancha con tanta lata orbital, introducimos más y más ruido en las bandas del espectro en las que antes podíamos observar el universo, interferimos con otros aparatos que están por ahí y son útiles para observar la Tierra, guiarnos o ayudar en las crisis ambientales. Hay más: ya están causando muchos incidentes espaciales y se estima que un 3% de ellos se estropeará y caerá al suelo. Ya están cayendo, por cierto. No es que vayan a darle a nadie en la cabeza, Musk no lo quiera, pero estos espectáculos no estaban bien anunciados ni se hizo lo suficiente por evitarlos, simplemente porque era caro. Que Tutatis nos proteja.