uantomayores son la certeza y el aplomo que muestran algunos comentaristas en sus análisis sobre la crisis en Ucrania menor es la confianza que me genera su opinión. Son demasiadas las claves que se entremezclan en semejante lío como para que pueda uno pretender que las ha ponderado con equilibrio.

Afirmar que la cosa no pasará a mayores y que no tendremos un enfrentamiento armado entre occidente y Rusia es como hacer una apuesta pagadera post mortem: si uno se equivoca, el menor de sus males será que alguien pueda recordarnos quién acertó y quién se equivocó. La disuasión, eso lo sabían en la guerra fría, se basa en que lo imposible es posible, de otro modo el juego no funciona. De una lógica parecida es lo que nos toca. Quien no esté dispuesto a jugar fuerte perderá, pero sabemos que nosotros no apostamos tan duro como nuestros oponentes. No es fácil mantener el envite.

Nos dicen que Rusia tiene más que perder. Es posible, no sé, según como se mire. Lo cierto es que ellos están dispuestos a poner más sacrificio sobre la mesa en esta ronda. Lo crudo del asunto es que al aceptar este hecho dejamos el camino expedito a una Rusia imperialista y antiliberal para hacerse con el control de lo que considera su zona de influencia, que debe ser respetada por terceros y sufrida por quien le toque.

Algunos nos hablan de realismo. Las relaciones internacionales como equilibrio de intereses nacionales. Lo cual resulta tan viejo no ya como la pana sino como la tela de la capa de Tucídides, y a estas alturas tan intelectualmente sofisticado como el mecanismo de funcionamiento de una tijera. Lo cierto es que lo que nos jugamos es bastante más complejo que un simple equilibrio de intereses. Se mezclan visiones del mundo diferentes, valores en disputa, ideas viejas y persistentes detrás de esos intereses.

Una de las escuelas de negociación más populares insiste en la necesidad de diferenciar las posiciones de los intereses. Una negociación sobre posiciones está condenada a soluciones muy insatisfactorias, mientras que la exploración de los intereses profundos detrás de cada posición expande el abanico de las soluciones. Pero en la vida real identificar los intereses de cada cual -incluso los nuestros propios- es complicado. ¿Qué hemos sumado con el tiempo de identidad propia y por lo tanto de innegociable en lo que en un momento fue una posición? ¿Y qué es un cálculo racional de intereses cuando los criterios para ponderarlos son no solo diferentes, sino que pueden estar basados en valores culturales y posiciones ideológicas que creíamos ingenuamente haber dejado atrás? ¿Quién puede separar un interés aparentemente material de un valor cultural o ideológico en un conflicto complejo? Quien entiende el mundo como un juego de intereses materiales no es un realista, como pretende, sino un simplista que ignora que los humanos nos movemos por muchos motivos distintos y que cuando la identidad colectiva -sea política, nacional, religiosa o de otro orden- se pone en juego los cálculos planos dejan de servir. Nuestra visión ideológica y nuestro modelo de persona y de sociedad modulan nuestros intereses tanto como estos mediatizan aquella.

No habrá guerra porque a nadie le interesa, dicen unos. Pero una mirada a la historia nos muestra que esa es la situación que antecede a muchos conflictos. Minusvalorar el riesgo contribuye en ocasiones a la escalada.

A Putin no se le achanta con principios ni buenas palabras, dicen otros. No puedo estar más de acuerdo. Lo que no sé es cuál es la alternativa. Sócrates -sí, de nuevo vienen al rescate esos griegos que hemos expulsado ya de nuestras aulas por molestos- nos ayudó en Laques a diferenciar la valentía con propósito, de la imprudente temeridad e incluso de la locura. Yo no retaría a Putin al juego del gallina. En un descampado, coche frente a coche, los motores rugiendo y arrancamos a pleno combustible para comprobar quién es el gallina que da un golpe de volante en el microsegundo último.