ace un par de años el periódico que se define como líder en España lanzó una campaña de posicionamiento con el eslogan ¿Y tú qué piensas? La campaña, que imagino buscaba acercarse al lector, parecía sugerir que el periódico quería conocer su opinión y, es de suponer, darle un espacio. Si por aquel entonces estaba yo considerando incluir este medio entre mis suscripciones, la campaña me echó para atrás. No me interesaba saber lo que piensan sus lectores más incansables u ociosos, sino la información que aportan los buenos periodistas y la opinión de los expertos en cada materia.

Parecida reacción me generan las campañas de los medios de comunicación que basan su acercamiento al lector, oyente o televidente en poner a pasear micrófonos y grabadoras por la calle, cosa que veo inquietantemente muy en boga en nuestro entorno.

Para conocer la opinión del ciudadano de la calle -lo que antes llamábamos "el hombre de la calle"- hace años que se inventaron los tiempos muertos en el ascensor y, aún antes, la cola de la pescadería. Algunos disponen de cuñados dispuestos a facilitar el servicio. Además todos tenemos grupos de WhatsApp y redes sociales que nos suministran este producto, es decir, información y opinión generada por gente que en la mayor parte de los casos no sabe gran cosa sobre el asunto de que se trate. No veo por qué motivo la opinión improvisada de mi vecino del octavo derecha sobre la tercera vacuna me va a interesar más si está emitida por televisión que cuando coincido con él en la cola del pan y, muy a mi pesar, me la espeta.

Si un programa sale a la calle a preguntar qué nos parecen las declaraciones del ministro Escrivá sobre el retraso de la edad de jubilación, ya le adelanto lo que encontraremos: que a la mayoría la idea no nos resulta simpática. Eso ya lo sabemos. Sería preferible que ese medio nos ayude a conocer mejor el problema, nos permita acercarnos a su complejidad para tener una visión más completa o incluso para cambiar de opinión si toca hacerlo a luz de datos o reflexiones que ignorábamos. No necesitamos a los medios para recibir el eco de nuestra opinión, sino para enriquecerla.

Mi opinión, por ejemplo, sobre la gestión de la emergencia en La Palma le debe a usted interesar bien poco, por la sencilla razón de que no sé nada de volcanes o de movimientos sísmicos y no sé más que usted sobre lo que se está haciendo o cuáles serían las alternativas realistas y mejores. Para eso pagamos impuestos, para que haya gente que sepa de cada tema y podamos recurrir a ellos cuando los necesitemos. Si queremos mejorar nuestra democracia y nuestra capacidad crítica necesitamos del papel de control del poder de los medios. Para ello deben tener periodistas potentes capaces de estudiar los temas y presentarnos noticias útiles y solventes, datos pertinentes, voces plurales y perspectivas enriquecedoras.

Todo esto es caro. Y hay que pagarlo. Pero con mucha frecuencia no queremos pagar la información. Es un círculo vicioso en que la hipocresía del consumidor de información gratuita juega -jugamos- un papel importante. Si la información que recibimos es el eco de nuestros propios prejuicios terminaremos votando al Trump local, si tenemos tradición o sensibilidad de derechas; o al Maduro de turno, si las tenemos de izquierda. Seguro que ellos tienen una solución fácil a la crisis del sistema de pensiones que nos ahorre agotadores quebraderos de cabeza: el uno quizá nos proponga expulsar a los inmigrantes o sacarnos de la Unión Europea, por ejemplo; el otro quizá nos proponga nacionalizar las entidades financieras o cargar impuestos nuevos a empresas y empresarios. Sabemos que ninguna de estas medidas va a resolver el problema, pero lo último que queremos es un ministro recordándonos una verdad incómoda. Cuánto mejor escucharnos a nosotros mismos criticarlo por perturbar nuestra inocente paz. ¡Micrófonos a la calle!