esde ayer estamos ya oficialmente en verano y sólo faltan cuatro días para el posado más esperado de la temporada. Está al caer y este año promete: el gran striptease colectivo. Fuera mascarillas. Aunque los franceses se nos hayan adelantado con el destape, ya nos queda muy poquito para nuestro particular descoco. Será un momento casi mágico volver a toparnos de nuevo por la calle con rostros familiares y desconocidos, bigotes y barbas, tersos cutis y carmines, herpes y granos, brackets y cicatrices. Será el gesto simbólico que marcará el principio del fin de la pandemia.

Demasiado pronto o más tarde que nunca, lo cierto es que el tapabocas nos ha acompañado durante más de un año como una prenda casi íntima. Quirúrgica, FPP2, transparente, de tela estampada... ¿Quién no ha lucido palmito combinando atuendo y mascarilla, se ha convertido en experto en nudos para ajustar o aliviar la presión, ha luchado contra su difícil convivencia con auriculares o ha tratado de solucionar en vano el misterio de su poder para empañar gafas? ¿Acaso alguien no ha señalado a quien no la llevaba puesta, al que la portaba por debajo de la nariz o se la quitaba para toser o estornudar?

Pero, al margen de incomodidades y roces, estas necesarias caretas nos han enseñado a mirar a los ojos, a aguzar el oído, a potenciar el lenguaje gestual y casi a reinventar la comunicación humana. Ahora, libres de su yugo, es hora de salir expeditos al mundo con la sonrisa como nueva prenda para contagiar el virus de la alegría y desatar una pandemia de buen rollo.

El cubrebocas, eso sí, seguirá siendo todavía necesario en interiores. ¿Y va a quedarse para siempre? Ahí queda el debate para los próximos meses. Por ahora, disfrutemos de nuestro momento de strippers y lancemos las telas al viento. Sin mascarillas y a lo loco.