ada vez que cruzo el puente sobre las vías me detengo un ratito a contemplarlas. Me gustan los railes y la vieja estación. Me traen muchos recuerdos y hasta me siguen produciendo un punto de fascinación. Guardo aún en un armario mi viejo tren eléctrico. De cuando en vez lo monto y veo dar vueltas a mi vieja locomotora diésel tirando de dos vagones marrones de los expresos aquellos en los que tantas veces viajé. Soy un enamorado del ferrocarril como concepto y por eso cada vez que oigo hablar del soterramiento se me muere un gatito. No acabo de entender el porqué de ese afán por ocultar lo ferroviario. No sobran vías, sino que faltan trenes. Vagones sin cristales tintados que nos dejen interactuar visualmente a viajeros y ciudadanos. Que nos lleven y nos traigan, ya sea a puntos cercanos o lejanos, fabricando recuerdos entre las nuevas generaciones igual que los fraguaron en las nuestras.

Si el dinero que vamos a gastar en el entierro lo dedicásemos a mejorar el servicio, puede que dejásemos Vitoria "descosida", pero seguramente hilaríamos mejor al territorio y sus gentes. Hasta el trenico podría de nuevo recorrer Araba de norte a sur.

Necesidades de transporte las hay, más allá de obras faraónicas. Lo que ocurre es que estas cosicas más pegadas a la gente visten menos, y dónde va a parar inaugurar una estación multimillonaria frente a poner en marcha un servicio con paradas en Trespuentes y Crispijana. En fin, que no puedo dejar de echar de menos que el amor por el tren, que además de ser romántico es vertebrador, útil y eficiente, se traduzca en orgullo y cariño. Y que este sentimiento se convierta en una apuesta decidida por potenciar su uso realmente. Las vías con sus trenes no son una vergüenza que haya que enterrar, de esas ya tenemos muchas otras y por ahí están, hasta incluso algún que otro inteligente dispendio.