sta semana era una de esas en las que mejor no pasear demasiado por las noticias y sus comentarios. Desde luego había que huir de la televisión y demás platós de la exhibición del dolor y la opinión fácil y amarilla, porque es lo que hay y más cuando hay menores de por medio (siempre que no sean extranjeros, por cierto, uno no puede dejar de notar estas cosas). Pero en las redes sociales, ay, había tanta gente intentando plantar frases con las que engrandecerse (ellos, quiero decir) que era una especie de exposición de egos que acabó, y no era la primera vez, por descubrir que la postura en la que uno puede presentarse como alguien superior es la de plantarse en la equidistancia. ¿Cómo es posible estar a la mitad del páramo que separa una víctima de un victimario? Pues en un ejercicio equilibrista que hasta se ve bien en estos tiempos de cólera. Por ejemplo, uno se dedica a recordar que no todo es violencia vicaria, o que no todo es de género, o que no es machista o que no sólo, o que realmente lo terrible es que esto se instrumentalice o que... No sigo, porque me doy asco repitiendo estos argumentos estúpidos que niegan la realidad. Que van de psiquiatras o jueces, tipos sobrados con plaza de contertulio, corifeos desencantados de toda propuesta que recorte un solo privilegio de esos que ellos tienen por el hecho de ser hombres, gente que aplaude en el Auditorio, gentuza que niega los derechos y propicia políticas de odio y rencor... Muchos más hombres, y no puede ser casualidad. Equidistantes, pretendidamente superiores, reclamando siempre el espacio público a las mujeres y a quienes exigen equidad e igualdad, intentando explicar con un arrebato, un clic, un crimen anunciado, algo que se descubre en los papeles del juzgado. Violencia, desde la equidistancia. Hastío de equidistantes.