xaltados debates en torno a la condena de la violencia, cordones sanitarios, exclusiones del ágora, exigencias de ilegalización, utilización torticera de las víctimas, sobres con balas, escraches, incidentes callejeros, declaraciones incendiarias, barahúnda mediática y clima guerracivilista.

Sin duda, síntomas evidentes de una sociedad enferma. Al menos ése era el incuestionable diagnóstico que emitían los eruditos de la Corte cuando miraban con superioridad moral el conflicto vasco. Pero va y resulta que ahora el territorio comanche es la capital del imperio.

Y, desde nuestra plácida atalaya del norte, zampamos palomitas mientras asistimos a un patético espectáculo para público infantil. Un teatrillo de guiñol tan desplazado a la derecha que supera los más húmedos sueños neocon. Unos defienden la libertad de los ricos para no pagar impuestos y comprar los domingos por la tarde, y el derecho de los pobres a trabajar 16 horas al día y dormir bajo un puente. Los otros replican, casi pidiendo perdón, que no estaría mal, incluso en la utopía thatcheriana de Madrid, que los derechos más básicos no cotizaran en el parqué de la Bolsa.

Comunismo o libertad. Mínima justicia social o agenda ultraliberal aplicada con atrezzo parafascista. ¿Y los madrileños y sus problemas? Bueno, eso ahora no toca. Se trata de ganar elecciones, y para eso es mucho más rentable apelar a la víscera que desgañitarse con argumentos racionales.

Claro que desde la distancia es muy fácil pontificar con paternalismo facilón y señalar a buenos y malos. Así no se puede entender la complejidad de un conflicto, lejos de la opresiva convivencia del barrio de Salamanca. Pero seguro que pronto los ánimos se apaciguan y las aguas vuelven a su cauce. Y es entonces cuando nosotros los demócratas sabremos ser generosos.