a Señora de la Guadaña se ha colado en nuestra casa. El verano pasado perdimos a la amama y a su hermana y, desde entonces, la muerte se ha convertido en uno de nuestros temas habituales de conversación. La muerte tiene tela. No la entendemos ni nosotros, como para explicársela a nuestras criaturas... Siempre me viene a la cabeza, no sé por qué, ese sketch de los Monty Python en El Sentido de la Vida. Un grupo de amigos burgueses se reúnen en una casa perdida una noche desapacible. La muerte viene a llevárselos. La desesperan con su cháchara y, aunque ella consigue su propósito, la cuadrilla se marcha camino del más allá bebiendo vino y discutiendo sobre el pastel de salmón. Ojalá fuera así de sencillo, un viaje en el que puedas ir acompañada o te reencuentres con aquellos que también murieron. Pero la incertidumbre sobrevuela inevitablemente sobre nosotras. Así que procuramos jugar la muerte todo lo que podemos para quitarle de encima la losa del tabú. Sin embargo, una noche, en la delicada hora bruja, ésa en la que la sensibilidad está a flor de piel, una de nuestras peques comenzó a preguntar entre sollozos quién le llevaría al cementerio cuando muriera si no estuviéramos ama, aita, los abuelos, los tíos, su propia hermana... Se me rompió el corazón. Por primera vez mi hija era consciente a su manera de la posibilidad de morir, de que quizá lo haga en soledad, de que algún día nosotras ya no estaremos a su lado. Fue consciente de que a ella también le tocará ese momento, lleno de incertidumbres sobre el cómo, el cuándo y, sobre todo, el con quién. Así que lo único que se me ocurrió decirle en ese instante carente de respuestas fue que en su vida habrá personas que la querrán hasta el infinito y más allá y que le acompañarán con ese amor en ese tránsito. En realidad, tampoco lo sé seguro. Pero lo deseo de corazón. ¿Quién no?