Migrar: el precio del sueño o el peso de la necesidad
Migrar es saltar al vacío con la esperanza –no la certeza– de que al otro lado haya suelo. Es abandonar lo conocido por la promesa de algo mejor, aunque esa promesa nunca esté escrita. Es cruzar fronteras visibles e invisibles, cargando la historia propia como único equipaje seguro.
Cada día, miles de personas en el mundo dejan su tierra. Algunos lo hacen por elección; otros, por necesidad. Unos buscan oportunidades, otros huyen del hambre, la guerra o el olvido. Y todos, de una forma u otra, enfrentan el mismo dilema: reconstruir su vida en un lugar que no los esperaba.
En Euskadi, como en muchos rincones de Europa, la migración es una realidad cotidiana. Pero más allá de las estadísticas, sigue habiendo preguntas esenciales: ¿quién migra?, ¿por qué lo hace?, ¿qué gana –y qué pierde– en el camino? ¿Es la migración un sueño compartido o una sentencia silenciosa?
No existe el migrante. Existen múltiples historias que rompen cualquier etiqueta. Está quien se va por trabajo, por estudio, por amor, por miedo o por puro cansancio. Migran jóvenes con títulos, madres solas, familias enteras, personas mayores que lo apuestan todo a un nuevo comienzo. Unos lo hacen con visado y billete de ida; otros, a pie, cruzando desiertos o mares en condiciones que desafían la lógica y la compasión. Cada migrante es un universo. Pero todos comparten una certeza: quedarse ya no era una opción.
Migrar no es solo un cambio de dirección. Es un proceso emocional y existencial profundo. Parte con una decisión dolorosa, sigue con un viaje incierto y culmina –si se puede hablar de culminación– en la llegada a una tierra que, muchas veces, no acoge, sino que examina.
El idioma, la ley, la cultura, el acento: todo puede convertirse en obstáculo. Y sin embargo, muchas personas resisten. Aprenden a vivir entre dos mundos. A reconstruirse en la distancia. A criar hijos a través de pantallas. A llevar el hogar a cuestas. Migrar, en el fondo, es también aprender a vivir con la nostalgia como compañera.
Cuando la migración funciona, puede ser una vía de transformación real. Se accede a derechos, educación, trabajo digno, libertad. Las remesas sostienen familias y comunidades enteras. Se amplía la visión del mundo. Se aprende a convivir con la diferencia. Hay historias de éxito silencioso: una mujer que monta su negocio, un joven que se gradúa, una familia que reconstruye su futuro con dignidad. A veces, basta con la posibilidad de comenzar de nuevo.
Pero migrar también puede significar fractura, exclusión, explotación. Racismo institucional, precariedad laboral, miedo constante a ser expulsado. Duelo, ansiedad, una identidad partida. Quienes migran viven muchas veces en la periferia de los derechos. Su esfuerzo es inmenso; su visibilidad, escasa… Y en los márgenes, el sueño puede volverse trampa.
Migrar es, a veces, un acto de esperanza. Pero muchas otras, es un salto obligado. Cuando no hay paz, ni trabajo, ni tierra fértil, migrar no es una elección libre, sino una necesidad urgente. En un mundo donde las mercancías circulan sin fronteras, pero las personas no, la migración se convierte en una contradicción: celebrada cuando conviene, criminalizada cuando molesta. La verdadera pregunta es: ¿cómo construir un mundo donde migrar no sea una imposición, sino una opción libre, y quedarse también lo sea? Detrás de cada migrante, hay personas que esperan. Hijos, madres, parejas. También ellos viven la migración, aunque no se muevan. Sufren las ausencias, sostienen las promesas, reconstruyen la rutina con huecos. Las familias se fragmentan. Las historias se alargan. La migración se vuelve, en muchos casos, un fenómeno colectivo, aunque solo uno parta.
Migrar transforma al individuo, pero también al mundo. Cambia barrios, escuelas, trabajos, cocinas, idiomas. Nos obliga a repensar lo que entendemos por pertenencia, por identidad, por humanidad. El reto no es cerrar fronteras. Es abrir miradas. Entender que detrás de cada persona que migra hay una historia tan compleja y digna como la de quien nunca se movió. Y que, al final, todos –de una manera u otra– migramos. De lugar, de vida, de tiempo, de creencias. Porque migrar también es cambiar. Y cambiar es humano.
Investigador en transformaciones sociopolíticas en África Occidental y el Sahel