Se escucha mucho aquello de yo quiero ser influencer. Como si se pudiera influir en los demás porque sí, sin aportar conocimientos valiosos y experiencias sugerentes, originales a poder ser. Ante la obvia dificultad para forrarse en las redes sociales con el mínimo esfuerzo y la máxima notoriedad, demasiados jóvenes y otros ya no tanto han fijado literalmente sus ojos en OnlyFans, la plataforma de suscripción a creadores de contenido, mayormente producto sexual explícito. A falta de vergüenza, seguidores a tutiplén. 

La prostitución virtual del todo por el like, reflejo de una colectividad necesitada de aprobación permanente y de reconocerse en un grupo de intereses compartidos con cuanta más visibilidad mejor. Como escenario de semejante patología social ahí tenían ustedes a Twitter y ahora todavía en mayor medida a X por obra de Elon Musk, una red que amplifica la crítica indiscriminada para excitar la polarización afectiva mediante el fomento del consumo regular de mensajes de pertenencia incondicional por cada receptor, que además opera como censor de ideas opuestas. Si X abona la ira como palanca de fidelización y así de negocio, LinkedIn promueve la soberbia igual que Instagram la envidia en tanto que soportes adictivos para la prescripción de nosotros mismos, de la marca personal que encarnamos con nuestra mejor versión. En el fondo se trata de vender felicidad, como si el bienestar individual no dependiera de factores externos, en vez de evitar la frustración inherente a lo material/estético recetando templanza para asumir las penas con afán de superación y en sereno disfrute de los buenos momentos sin sucumbir a la fragancia del éxito, vaporoso por naturaleza. 

La política gaseosa de nuestros días también ha sembrado de fanatismo la conversación pública y tal tensionamiento ha podrido por contagio demasiadas relaciones personales. Y como terrible resultante, el bien común troceado en beneficio partidario a costa de la convivencia en la esfera privada. La cultura de la trinchera que convierte la verdad en un rehén y en víctima a la ciudadanía en su conjunto ya ha arraigado, lamentablemente, y no hay más que observar el maniqueísmo maximalista que tiñe las discusiones acerca de Catalunya, Venezuela o incluso Oriente Medio. Conflictos de distintas causas e intensidades que en tertulias sea de televisión o de bar se dirimen con presuntas soluciones de un simplismo sonrojante. No deja de sorprender la forja de tanta comunidad de acólitos activistas en cerril defensa de siglas concretas, ahora mayormente a la derecha, cuando se vota según la mayor afinidad pero difícilmente por el pack programático entero. 

Sirvan estas modestas líneas para reivindicar el pensamiento propio y el criterio autónomo sobre el juicio fundado y la contención en foros públicos. Huyamos de la atrofia del rebaño fanatizado y del narcisismo del escaparate digital para dedicar más esfuerzo a comprender la realidad poliédrica y a entender –y ayudar– a quienes tenemos físicamente al lado, que no enfrente. Sea.