“Está pensando”, se suele decir cuando un ordenador se queda bloqueado, con la ruedita del cursor dando vueltas. Pues bien, el mío debía de creerse Aristóteles o el pensador de Rodin, porque permanecía petrificado durante una eternidad, antes de abrir un documento o una página web. Me he pasado meses soportando estoicamente esa indigencia informática, meses sin avisar al técnico, o sin arrojar por la ventana el meditabundo y desquiciante ordenador. No sé muy bien por qué. En parte por pereza; o tal vez por nostalgia noventera, añorando aquel módem que hacía gorgoritos electrónicos antes de conectarse o las fotos que se iban descargando por fascículos; acaso por miedo al ridículo, a no entender esa jerga que usan los informáticos (hablan de batallas que no puedes encontrar en los mapas, digo en los tutoriales de internet). 

El caso es que cuando la situación se volvió ya insostenible y no quedó otro remedio que recurrir a un profesional sucedió ese extraño fenómeno del que hoy quería hablarles: después de esos meses con el PC funcionando a pedales, el día que finalmente vino el técnico a repararlo, de manera milagrosa, antes de qué él le metiera mano, el ordenador se convirtió en un pepino cibernético. 

He padecido situaciones similares otras veces, por ejemplo llevando el coche al mecánico por culpa de un ruidito extraño en el motor que desaparece misteriosamente justo en el trayecto al taller, donde el diagnóstico es que no se ve nada raro pero sería conveniente cambiar los neumáticos, las pastillas de freno… total, que vuelves a casa con la cartera vacía y, un par de kilómetros después, de nuevo con el ruidito del motor.

Y no se trata solo de una rebelión de las máquinas, sucede también con nuestro propio mecanismo, con nuestro cuerpo, por ejemplo con esos dolores que desaparecen el día de la consulta médica (bueno, esto no es tan extraño, teniendo en cuenta el tiempo que transcurre desde que pides la cita hasta que te atienden; por cierto, tenemos el ratio policial por habitante más alto de Europa, igual lo que pasa es que hacen falta menos policías y más médicos), o cuando después de semanas mirándote en el espejo y viendo a un tipo con una fregona en la cabeza, el día que finalmente decides ir al peluquero te descubres un pelazo como para anunciar champú (o Grecian 2000, en mi caso).

No sé si a ustedes también les pasan ese tipo de cosas, supongo que sí, y que por tanto, si es un fenómeno generalizado, debería tener un nombre, que desconozco. “¿Espejismo, fantasmagoría, ley de Murphy, tocapelotismo?”, me pregunto, mientras en mi cabeza la ruedita del cursor gira y gira y gira...