Circula estos días por redes un gráfico repleto de logos de empresas alimentarias internacionales. En la ilustración estas marcas se interrelacionan entre sí hasta que comprobamos que 10 multinacionales (Nestlé, Coca-Cola, Danone, Kellog’s y parecidas) terminan conectando como propietarias con esa multitud de marcas, muchas de las cuales encontramos en nuestros comercios y en nuestras neveras. Ese cuadro procede de una vieja campaña de una ONG internacional. La campaña llamaba a conocer mejor los productos que consumimos y lo que hay detrás del mercado de la alimentación. Quien siga esta columna sabe que es un tema que con cierta frecuencia tratamos.

Sin embargo, los eslóganes que algunos han ido sumando al gráfico podrían terminar por resultar de veracidad cuestionable y contraproducentes a los efectos movilizadores que, supongo, se quieren conseguir.

Un eslogan afirma genéricamente que “esta terrible infografía demuestra que solo 10 compañías controlan todo lo que nosotros comemos y bebemos”. Pero cada lugar tiene lógicas y grupos distintos. Por ejemplo, quienes bebemos agua del grifo en nuestro país, dependemos de otro tipo de instituciones de naturaleza muy distinta. Tampoco pertenecen a estas marcas la inmensa mayoría de los vinos que consumimos o tampoco tienen por qué las cervezas o las aguas embotelladas que elijamos.

Lo cual nos lleva a otro eslogan que afirma que “10 multinacionales controlan el 90% de las grandes marcas: la elección es una ilusión”. Puede resultar una creencia desmovilizadora. Basta con creer que todo lo que podemos comer y beber está controlado por los mismos para que encontremos el mejor pretexto para desinteresarnos por consumir con criterio. Si todo es lo mismo, termino comprando cualquier cosa en cualquier lugar. Para qué preocuparme si mi margen de opción es una ilusión.

Pero podemos elegir dónde compramos y qué circuitos comerciales de esa forma fomentamos. O a qué tipo de supermercados acudimos, a una cooperativa del país o a una multinacional. Prácticamente en cada pueblo y en cada barrio del país tenemos opciones. ¿Dónde se quedan los beneficios de uno y otro modelo?, ¿dónde se quedan los impuestos?, ¿dónde trabajan las personas que asumen mayores responsabilidades?, ¿de dónde son las empresas de servicios de mayor valor añadido que subcontratan?, ¿cuáles son sus políticas con respecto a las industrias alimentarias del país, las denominaciones de origen, el bienestar animal, el consumo responsable, los bancos de alimentos u otras iniciativas sociales de nuestro entorno?, ¿qué leches, qué huevos, qué carnes, qué quesos me ofrecen? Lo fácil es desentenderme y concluir que todo es lo mismo. Así el reproche sustituye a la acción responsable y transformadora.

Podemos optar, con más amplio abanico que nunca, si queremos, por alimentos que nada tienen que ver con el modelo que las marcas del gráfico representan. Y no es cierto que siempre a mayores precios. En muchas ocasiones resulta exactamente lo contrario. Con frecuencia unas frutas y verduras de temporada y cercanía estén a mejor precio que un ultraprocesado de una de aquellas multinacionales. Habría en todo caso que considerar las consecuencias –de muy heterogéneas y contradictorias interacciones– de dar por hecho que a lo largo de las décadas, a largo plazo, la alimentación deba suponer para la familia media de nuestras sociedades siempre un porcentaje progresivamente menor de los gastos mientras otros capítulos suben. Mil otras cosas se nos quedan fuera, como los efectos medioambientales de todo esto. O su relación con la cultura, el empleo, los usos cotidianos, la demografía, la salud, la nutrición, la biodiversidad, el paisaje o el reparto de la riqueza que cada modelo implica.

Yo no puedo decir qué es mejor y qué peor, pero repetir que la elección es una ilusión podría convencernos, y eso sí que sería una ilusión, de que estamos denunciando lo que de esa precisa manera alimentamos.