Y el plazo del verano un breve instante dura, reza un soneto de Shakespeare. Caben las excepciones a la mayoría, pues el sueño de verano de otros muchos sería que éste terminase al despertar, por seguir con las alusiones al celebérrimo escritor inglés. 

El viajar es un placer, como tarareaban los Payasos de la tele, aunque tal aserto resulta muy cuestionable en verano. Sobre todo tratándose de un trayecto en el auto de papá siempre a prueba de nervios. Primero por el examen de geometría para meter todo en el maletero bien sujeto y luego por la conducción sometida a las tensiones del saturado itinerario vacacional mientras en el habitáculo coexisten músicas y películas varias con las recurrentes preguntas de cuánto falta o cuándo paramos.

Si el desplazamiento es en avión, ya nos sobreviene la congoja por si perdemos el vuelo ante un imponderable camino del aeropuerto o el fatal overbooking, a lo que sumar la probabilidad de retraso que comprometa una eventual escala. En tren y en autobús lo mismo se expone uno a lo peor de la condición humana, pongamos la lucha por el reposabrazos o la ubicación de nuestros enseres, las conversaciones a pleno pulmón sean presenciales o telefónicas sobre cuestiones personales tan perturbadoras de oídos ajenos, más el visionado de vídeos con inverosímiles sonidos del gusto particular como si al susodicho alguien le hubiera investido como dinamizador del pasaje. Y todo sin olvidar las estrecheces de según qué asientos, diseñados a lo que se ve para pigmeos de rodillas afiladas.

Llegados al destino sin contratiempos, aún queda superar la incertidumbre sobre si el alojamiento responde a lo contratado en cuanto a situación y calidad, con especial atención al frigorífico y al aire acondicionado. Si todo está en orden, ya toca abandonarse al ralentí, a riesgo de que con la progresiva bajada de pulsaciones nos invada la tristeza vacacional porque nos dé por pensar.

Y entonces afloren insatisfacciones personales y laborales, al contrastar los anhelos con las realidades, a lo que agregar la frustración por los cambios nunca consumados que nos prometimos en el pasado. El peligro de sustraerse a la rutina estriba en que a mayor convivencia más roce y éste no siempre hace el cariño. Al contrario, puede arraigar la decepción hasta identificar a un perfecto desconocido o a alguien detestable. La solución para no fastidiarse el plan pasa por estar todo el día de aquí para allí en un frenesí de actividades a modo de huida de nosotros mismos. Conclusión: volvemos peor de como nos fuimos; agotados, sin los euros gastados y con demasiadas cosas por arreglar, si es que hay enmienda. 

Así que, de no existir suficientes certezas de unas vacaciones placenteras en razón del destino o/y de la compañía, mejor quedarse en casa. Disfrutando del estío en la ciudad propia, vaciada y más vivible, si acaso con excursiones de ida y vuelta. Veranear no constituye en absoluto una obligación para desconectar y viajar fuera de temporada permite conocer en su esencia los parajes y a sus gentes. Eligiendo sin presión dónde, cómo y con quién.