La playa en plena canícula con sus densas aglomeraciones de seres presuntamente humanos, me produce un enojo sideral. Pero hay algo aún peor: ir a la playa en esas mismas condiciones con Matías, que exhibe siempre todo su talento para incrementar la tortura.

- ¡Mira, mira... Mira esooo! - babea señalando a dos chicas en topless que pasan ante nosotros. No miro porque lo que fue una saludable novedad hace décadas forma hoy parte del paisaje y prefiero seguir con el periódico. Lo que no comprendo es el lúbrico entusiasmo de mi mascota. Como si no hubiera pisado una playa desde los tiempos de Alfonso XIII y los bañadores de cuerpo entero, cuello alto y gorrito con volantes. Sigo con el periódico y doy con la joya de la corona entre las esquelas: “Etelvino Blanco Ribeiro. Falleció, etc... Santos Sacramentos, etc... La familia no recibe”. Punto final. O sus padres tenían un extraño sentido del humor para su época (el difunto acumulaba 103 años) o la matemática del azar es aficionada a las coñas. Lo paladeo lentamente: Etelvino... Blanco... Ribeiro... Espero que le hayan encargado un féretro en forma de botella y que sobre él, en lugar del crucifijo habitual, coloquen una etiqueta con nombre y apellidos, denominación de origen y la sugerencia “Sírvase muy frío”.

- Pásame una cerveza, tío - urge mi pequeño rompehuevos desde su toalla. Obvio las palabras y respondo con actos sacando una lata del bolso. Pero bajo la lata asoma una tableta de somníferos para emergencias que me mira provocativa... Y la decisión está tomada. Mando la pastilla a jugar con el lúpulo y le paso la lata a Matías.

- Está calentorra y sabe raro -rezonga.

- Haberlas metido en la cámara ayer, después de comprarlas.

Juego sucio porque las compré yo, pero gracias a su memoria de pez con memoria de pez, funciona. Al minuto empieza a estar noqueado porque empieza a darse crema solar, lo que le desagrada minuciosamente, y se tumba bocabajo en su toalla de Bob Esponja, pasando de ronronear como un lindo gatito a roncar como un jabalí con vegetaciones en dos segundos. Los mismos que tardo yo en largarme. Para que se me abrase Matías, antes llamo al 112 para avisar de un coma etílico en la playa, bajo una sombrilla señalada con una lata de cerveza arriba, ya que -explico- no puedo quedarme más tiempo. Y me voy al apartamento a hacer la maleta.

Calculo que tardarán lo suficiente en despertar a mi pequeño protozoo como para que yo ya esté subido en un tren, camino de algún lugar frío, inhóspito y medio despoblado. No soy muy exigente, sólo pido que haya un bar, periódicos y silencio.