Es primavera. Estalla la luminosidad y el esplendor de los colores. La escarcha de los tejados se mueve al amanecer al ritmo de la batuta solar. Comienzan los trinos de los pájaros, y los niños se dirigen en bandadas a colegios e institutos donde van descifrando los enigmas de la vida. Pólvora y primavera se vigilan en las cruentas guerras que ensombrecen los días y no nos dejan olvidar a ninguno de sus muertos. Como un Hamlet dubitativo, recordamos que venimos de la infinita oscuridad y, antes de volver a ella, salimos a la luz en un punto del planeta donde intentamos danzar, según nuestra fortuna y del modo más placentero posible, al son de las pasiones humanas, llenando de dulzura los cartílagos para que el milagro de vivir y el concepto abstracto de la felicidad hayan merecido la pena. En medio del absurdo cósmico tenemos la posibilidad de reinventarnos el mundo, de encontrar ante la muerte un tiempo de belleza, amor y compasión que siga diferenciándonos como humanos, apartándonos de la cruel carnicería que se libra en el planeta. Pese a cualquier problema universal, cada día da varios vuelcos el corazón por los sentimientos que conforman la urdimbre de nuestra vida emocional. Un niño amado muestra todo el futuro y belleza de nuestro universo sensitivo en el que la hermosa insensatez de la adolescencia nos sumerge en la fuerza iniciática de la vida. El despliegue fascinante de nuestra existencia ha de enseñarnos el hallazgo de vivir honestamente en una vida limpia e imaginativa en la que podamos mostrarnos como somos, libres de las descalabradas farsas que el progreso y consolidación de la doble moral nos aportan, conduciéndonos sibilinamente a ese viaje a ninguna parte del íntimo fracaso. La hipocresía que, según la RAE, es el fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan, se está normalizando en sociedad, hasta el punto de confundirla con las fórmulas civilizadas de educación, sensibilidad, respeto y prudencia, que evitan herir los sentimientos ajenos. Hace ya tiempo que no estamos cómodos en nuestra piel, ni vivimos con ilusión el futuro en esta crisis del hombre que confía más en la arbitrariedad de su existencia que en la fuerza de los valores comunes. Pese a todas las filosofías que ha desarrollado el hombre, seguimos estando perdidos. Somos mensajeros de naufragios en una sociedad que está perdiendo el norte. Vivimos atrapados entre contradicciones que paralizan la conciencia de nuestro destino, en un tiempo aquejado de abstracción y miedo que precisa lucidez para despejar el horizonte del camino. Judith Shklar, eminente pensadora estadounidense, hacía la interesante observación de que los filósofos han prestado siempre gran atención al tema de la virtud, pero en escasas ocasiones se han ocupado del vicio. El bosque animado de nuestro mundo interior ha de desarrollarse fuera del decadente empobrecimiento de la doble moral, que nos maneja como a impostados actores en una desoladora sociedad. La obsesión generalizada de quedar bien es la simulación con la que la falta de personalidad enmascara nuestro yo, sumiéndonos en una masificada vulgaridad de rebaño; no queremos pagar el precio de la sinceridad, sabiendo que ésta es coleccionista de soledades. Mentiras, doble moral e hipocresía nos impiden ir con el corazón abierto hacia la transparencia de la verdad, que se narra tergiversada en los medios digitales y en la pantalla del televisor defendiendo, ante la abulia ciudadana, todo sofisma en el que puedan moverse los intereses del poder. Un iluminado realismo de la vida debe poner cimientos a las verdades que se ocultan en este gallinero de irisados pavos reales que juegan a perderse como personas en la bacanal de la hipocresía, socavando la confianza, dificultando el progreso social, creando fracturas en las relaciones, propiciando el distanciamiento con el entorno y facilitando el secuestro de la integridad y la nobleza. Los tiempos políticos actuales, llenos de Sísifos cansados de sus cargas y de Prometeos mal encadenados, propician la falta de moralidad y ética, como una música que a la sociedad española le viene sonando con mayor fuerza desde hace años. La avalancha de demagogias resucita en Europa viejos fantasmas, y surgen síntomas de estar atrapados en una crisis que propicia un bucle disolvente nutrido de nacionalismos. Ante la carencia de un sistema inmunológico de las democracias, debemos hacer un examen de conciencia sobre el comportamiento humano en el quehacer diario, apartándonos de las incoherencias de la doble moral que arrastran hacia el deterioro social y personal. Se habla de igualdad, respeto y equidad en una coyuntura que sepulta tales conceptos y en la que el discurso moral no coincide con una realidad que encubre el sexismo, el fanatismo y el racismo; las actuaciones de la mujer siguen siendo tratadas con otra vara de medir diferente a la que se le aplica al hombre, mientras hipócritamente hablamos de igualdad. Pese a la complejidad de la vida, nos empecinamos en seguir juzgando, estigmatizando y generando confusiones, sin que la palabra hipócrita nos rebote a nosotros mismos. La muerte, en su dimensión social, se ve también profanada por falsos e impostados sentimientos; el dolor es algo tan íntimo que no soporta su exhibición pública ante bochornosas frivolidades que se producen en los tanatorios, en los que tan solo esperamos encontrar el consuelo de una sincera y respetuosa humanidad. El tiempo de escribas y fariseos vive hoy su esplendor en un contexto político y social que empieza a no distinguir el desdibujado de la política y de los valores propios de nuestra especie que, más que reales, son acomodaticios. En palabras del historiador británico Steven Runciman, “la democracia pone en escena un intrincado baile entre hipócritas y antihipócritas, rondas permanentes de enmascaramiento y desenmascaramiento que dan forma a nuestra existencia social”. Se pide sinceridad en un entorno en el que la verdad ofende y donde el mullido lecho de la hipocresía nos invita a retozar cómodos en él, dejando que reine e impere una falsa convivencia que exhibe grandes principios y paradigmas, mientras la cobardía, la frigidez moral y la despreocupación nos apartan de nuestros compañeros de viaje, de sus circunstancias y de sus problemas. Nuestra obligación, inherente al ser humano, es dejar un mundo mejor, más amable y vividero y, para ello, urge una sincera reflexión sobre nuestro modo de actuar. Pasan sobre nuestras vidas los años, ligeros como aves, y comprobamos que el tiempo y el espacio son pautas de la mente. Conscientes de la brevedad de nuestros días, y ante el pesimismo antropológico de algunas corrientes filosóficas, nos quedamos con la promulgación del optimismo y la alegría de vivir como única salvación personal. En medio de tanto catastrofismo deberíamos levantarnos cada mañana con clara conciencia de nuestra fortuna al tener la suerte de estar vivos, sabedores de que el optimismo es hoy el último oxígeno que nos facilita la vida para disfrutar de nuestro valioso y limitado tiempo de luz.
- Multimedia
- Servicios
- Participación