Cada día aborrezco más viajar en avión. Y cada día son más las personas que se desplazan en estos detestables aparatos. Quizás lo uno tenga que ver con lo otro. Los descontrolados e infinitos controles, los manejos casi turbios de los equipajes, la displicencia de algunos de sus empleados, y la poca seguridad de llegar a tu destino elegido, no sin antes haber ido de excursión por otros lugares no deseados, son algunas de las razones en mi creciente e imparable tirria a aeroplanos y aeropuertos.

No, no se trata de nostalgia. Hace tan sólo un par de siglos las cosas iban por un cauce más agradable. Doménico Modugno, solista italiano, cantaba aquella exitosa melodía Volaré, cantaré, oh, oh… en la que hablaba de volar en un cielo infinito y azul mientras el mundo se alejaba. Bonita canción hasta que llegaron los Gipsy Kings y la destrozaron. Los Reyes Gitanos, más que volar en avión, parecían venir en un tanque destartalado, pero esto tampoco les privó del éxito. Y la canción siguió dando vueltas por el globo terráqueo.

Por razones que no vienen a cuento les diré que viajo frecuentemente y casi siempre en esa categoría que se llama eufemísticamente animal class. La verdad es que la definición deja poco margen para el eufemismo. Alguien pensará qué se puede esperar cuando el precio de un pasaje internacional cuesta un poco más que el desayuno en un hotel de lujo. Yo mismo me hago esa pregunta frecuentemente, pero no logro dar con el insondable misterio. También es verdad que algunos billetes pueden costar el doble o el triple que otros para acabar todos compartiendo las mismas inclemencias aéreas.

En mi juventud la gente todavía se vestía elegantemente para ir al aeropuerto. Era un lugar chic. No tenían que pasar la chatarra electrónica por los rayos X. Hoy, nadie en su sano juicio se pone una corbata y unos gemelos si no son absolutamente indispensables. En mi último viaje procedente del Reino Unido, me despojaron del calzado, un cinturón sin hebilla y de una diminuta moneda que se había atascado en un bolsillo. Desposeído y humillado le pregunté a mi fornida vigilante de seguridad si tenía que quitarme algo más. “De momento, de nada más” me respondió alegremente. Aprecié su buen humor y le deseé un buen día.

Dentro del aparato, las cosas fueron como casi siempre. Mi vecina de asiento hablaba excitada por su móvil segundos antes del despegue con una amiga para contarle lo que veía por la ventana. Absolutamente nada, porque era casi de noche, pero la imaginación se dispara en ese estado febril. Mi otro vecino hablaba constantemente, quizás para disfrazar su nerviosismo. No encuentro otra explicación para parlotear sin tregua durante 90 minutos.

Finalmente, también habló el comandante, o quien fuera, para comunicarnos el privilegio que sentía por haber volado con nosotros. Como lo repitió en dos idiomas me dí cuenta de que la cortesía hiperbólica no es exclusiva del inglés; ha pasado también al castellano. Cuando parte del pasaje empezó a aplaudir y a felicitarse al tomar tierra, sólo pensé en llegar a casa cuanto antes. No hubo mucha suerte, las cabinas para el pasaporte electrónico se habían declarado en huelga y no funcionaron tampoco esta vez. Una bonita cola y 25 minutos después pude por fin recoger mi maleta. Es lo que tiene el progreso.

Periodista