Un año más, y ya son incontables, decidí quemar algunas calorías el último día del año tomando parte en una prueba que me apasiona como la San Silvestre. Para un adicto al running como yo que necesita sus momentos de desconexión, es una cita ineludible antes de las uvas porque, ante todo, se trata de pasar un rato ameno y saludable entre amigos. Queda claro que el cambio de horario por la mañana instaurado desde la edición del 2022 no ha afectado lo más mínimo a la participación. En la salida no cabía este pasado domingo ni un alfiler y todos los corredores siempre deben estar con las orejas tiesas porque, especialmente en el primer kilómetro, el riesgo de caída es latente. Otro acierto de la organización ha sido el regreso a las céntricas arterias de Vitoria para acercar la prueba todavía más a la gente. Esta vez percibí un aliento mayor para los corredores. Sin embargo, el mal sabor de boca que me volvió a quedar fueron esos dichosos seis kilómetros. O, esta vez, casi ni eso. Un recorrido que se está reduciendo con el paso de los años sin que se sepa a ciencia cierta la razón y que para muchos resulta escaso teniendo en cuenta el atasco de los primeros compases. Repasando la hemeroteca, en el 2007 constaba de 9,1 kilómetros. Estoy seguro de que la prueba no perdería así su tirón ni su encanto.