os que llevamos conociendo al Partido Popular treinta años pensábamos que era un partido de cierta solidez orgánica y resulta que es más frágil que un azucarillo en un vaso de agua. Tampoco augurábamos en el Partido Socialista que tras la expulsión de Pedro Sánchez, éste se hiciera con la ejecutiva (según sus propias palabras, viajando en su coche por toda la geografía), con la presidencia del Gobierno y liquidara sin vacilación alguna a las estructuras de poder que derrotó y a buena parte de las estructuras que le ayudaron a ganar la batalla interna. En EA observamos también con perplejidad, no solo la judicialización de sus conflictos internos sino su conversión en un partido dual, abandonando sus señas de identidad originarias, de perfil socialdemócrata y la ubicación de Carlos Garaikoetxea en una posición de marginalidad política.

Hay que preguntarse qué pasa con los partidos, con algunos de ellos, y si están cumpliendo no sus objetivos programáticos, que no lo están haciendo, sino la propia esencia de todo partido político en un sistema democrático.

Si entendemos los partidos políticos, como proclama la doctrina clásica, como entidades de interés público creadas para promover la participación de la ciudadanía en la vida democrática, no es esto lo que está ocurriendo en la crisis poco edificante del Partido Popular. Lo que se está dirimiendo en este partido son luchas personales por el control de su aparato y sus instituciones, apenas se aprecian matices ideológicos diferentes entre los bandos enfrentados, concediendo mucho la posibilidad de mantener una postura más centrista y moderada o alternativamente la posibilidad de cristalizar pactos con Vox. Veremos cómo se conforma el Gobierno de Castilla y León para conocer la deriva ideológica del Partido Popular si es que ahora mismo tiene alguna.

Los partidos no han nacido tras las múltiples revoluciones burguesas o revoluciones atlánticas, tales como la Revolución Inglesa, Francesa, la unificación de Italia y Alemania, y las guerras de independencia de Estados Unidos y Latinoamérica, para dirimir conflictos personales, para alimentar egocentrismos y para prescindir de aquello que, según Ramón Cotarelo, define como: “Toda asociación voluntaria perdurable en el tiempo dotada de un programa de gobierno de la sociedad en su conjunto, que canaliza determinados intereses, y que aspira a ejercer el poder político o a participar en él mediante su presentación reiterada en los procesos electorales”.

Los partidos políticos, en la actualidad, son sujetos de responsabilidad penal. La Ley Orgánica 3/2015, de 30 de marzo, de control de la actividad económico-financiera de los Partidos Políticos, por la que se modifican la Ley Orgánica 8/2007, de 4 de julio, sobre financiación de los Partidos Políticos, la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos y la Ley Orgánica 2/1982, de 12 de mayo, del Tribunal de Cuentas, anticipa en su Exposición de Motivos que “como consecuencia de la consideración de los partidos como sujetos penalmente responsables, se introduce la obligación para éstos de adoptar un sistema de prevención y supervisión a los efectos previstos en el Código Penal”, añadiendo a la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos, el artículo 9 bis: Prevención y supervisión. “Los partidos políticos deberán adoptar en sus normas internas un sistema de prevención de conductas contrarias al ordenamiento jurídico y de supervisión, a los efectos previstos en el artículo 31 bis del Código Penal”.

Sería muy generoso para Pablo Casado cuando en declaraciones a un medio de comunicación acusó a la Presidenta de la Comunidad de Madrid de la comisión de un delito de tráfico de influencias, lo que estaba haciendo era la prevención y supervisión de la comisión de un delito que pudiera generar responsabilidad penal para su partido. Las declaraciones de Pablo Casado poseían el fumus de intentar amortizar políticamente a Isabel Díaz Ayuso. Pero ésta, convenientemente asesorada por ese Rasputín que se llama Miguel Ángel Rodríguez reaccionó ágilmente recurriendo, como en otras ocasiones, a su condición de víctima de una pretendida conspiración o quizás real da lo mismo y convirtió en verdadera víctima a Pablo Casado hasta el punto de amortizarlo políticamente.

Nada de todo lo anterior se ha hecho en beneficio de los ciudadanos, nada se ha hecho en defensa de la oligarquía, de la burguesía, en defensa de los trabajadores, en defensa del estado que pretenden presidir.

Lo ocurrido en Madrid se parece más al protopartidismo de los optimates y populares en el Senado Romano, los güelfos y gibelinos durante la Edad Media o los jacobinos y los girondinos en la Francia revolucionaria. Lo que ocurre en el Partido Popular guarda similitudes con los conflictos entre los citados, afortunadamente sin el aditamento de los crímenes de estado, de las guillotinas y otras prácticas de los antecedentes de los partidos de hoy.

Lo que resulta novedoso desde el afloramiento de los partidos políticos como los entendemos hoy, los surgidos en el siglo XIX en el Parlamento de Gran Bretaña con la organización estructural de los tories y los whigs en el Partido Conservador y Liberal respectivamente, es la organización de una manifestación, de una verdadera turba, contra la dirección y la sede de un partido organizada por el propio partido. Esta operación de ajedrez político la debía explicar públicamente Miguel Ángel Rodríguez que parece seguir las teorías de Steve Bannon que acabaron con el asalto al Capitolio de Estados Unidos.

Los asaltantes del Ayuntamiento de Lorca, al grito dirigido a los concejales de: “Os vamos a matar, gandules” obedece a estas prácticas que podemos denominar como antipolítica o negación de la política representativa. El politólogo norteamericano Joel Cohen define estas conductas propias de la era Trumpista como política líquida. No se piensa en los intereses ciudadanos sino exclusivamente en el acceso al poder por cualquier procedimiento moral o inmoral. Se niega el debate sosegado y se sustituye por slogans publicados en la red, se usan con frecuencia las fake news. La ley de Gresham afirma que si la cantidad de falsedades alcanza un volumen enorme, deja de ser posible distinguirlas de los hechos reales. Esta es la sociedad en la que vivimos.

Comentando con Iñaki Anasagasti los avatares de EA, recordábamos la decepción del lehendakari Ibarretxe cuando decidió darle un portazo e irse al mundo de la izquierda abertzale con la coartada del pretendido carácter autonomista del EAJ-PNV, catorce años después comentábamos que estos genios han hundido a EA y le han dejado a su fundador en la calle. ¡Cómo no vamos a hablar de desafección no solo en relación a los partidos políticos sino a la política en general! * Jurista