l proceso de integración europea no nació con la vocación de desarrollar una política exterior y de seguridad común. Su objetivo fue, tras una nueva contienda bélica con devastadoras consecuencias humanitarias, políticas, económicas y sociales, establecer la paz y la prosperidad entre los europeos. Pero para lograrlo, se produjo un imprescindible cambio radical en el paradigma de las relaciones entre los pueblos europeos. De un esquema donde primaba la rivalidad y la imposición, propia de mentalidades y de pretensiones imperialistas, se pasó a otro diametralmente opuesto basado en el respeto y el reconocimiento mutuos entre los pueblos y su libre y voluntaria adhesión y decisión, como corolario de la defensa de valores como los derechos humanos, la democracia, la libertad y el desarrollo económico y social, y que aún restan por perfeccionar en lo que podríamos definir como un combate inacabado.
Sin embargo, con el paso del tiempo y, por ejemplo, la creación de la Unión Aduanera y el mercado único, pero, sobre todo, la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la antigua URSS, que significó un profundo cambio geopolítico en el tablero de las relaciones de poder en el mundo, llevaron a la Unión Europea a tratar de desarrollar una cierta Política Exterior y de Seguridad Común. Primero, con el Tratado de Maastricht de 1993 y, posteriormente y de manera más profunda, a través del Tratado de Lisboa de 2009.
A principios de este siglo, todo parecía indicar que Europa “nunca antes había sido tan rica, segura y libre”, en palabras de un alto responsable de la UE. Sin embargo, la crisis político-institucional que supuso la no entrada en vigor de la Constitución europea en 2005, la crisis financiera y de deuda soberana de 2008 (que hizo tambalear al euro), la dinámica de un proceso de globalización insuficientemente regulado y diversos acontecimientos con alcance geopolítico mundial, como las primaveras árabes, la intervención rusa en Crimea y Ucrania, el auge del terrorismo yihadista dentro y fuera de la UE, la incapacidad de los europeos para afrontar con sentido humano y humanitario los flujos migratorios, el extraordinario tensionamiento de todo el flanco sur europeo -desde el Mar Negro, hasta el Mediterráneo Occidental-, la propia pandemia de covid y sus consecuencias, la desafección institucional y política que algunos pretenden aprovechar para hacer resurgir el autoritarismo, el auge de China hacia la primacía mundial, el desplazamiento del centro de los nuevos equilibrios mundiales hacia el Indo-Pacífico en detrimento de Europa, las profundas transformaciones políticas, económicas, tecnológicas, digitales y demográficas de nuestras democracias, los sucesos en Afganistán o el acuerdo AUKUS, han espoleado la necesidad de plantearnos seriamente cual es el papel de la UE como actor global y cuáles son las relaciones que debe y quiere mantener con otras potencias y otros centros de poder y de decisión en un mundo notablemente globalizado y multipolar. Porque seamos claros: aparte de su capacidad comercial, Europa hoy pinta más bien poco en el mapa geopolítico mundial.
Estas son, en síntesis, algunas de las razones por las que la Autonomía o la Soberanía Estratégica de la Unión Europea se ha convertido, a la vez, en el gran reto y en la gran prioridad que tenemos los europeos para la actualidad y para los próximos años. Hay que definir en qué medida queremos y podemos ser un actor global con peso, que preserve y promueva nuestros principios y valores como los derechos humanos, la democracia, la libertad y el progreso económico, social y medioambiental para nosotros y para el resto del mundo. Y debemos ser conscientes que si no lo hacemos con determinación, Europa quedará relegada e impotente en este mundo en constante evolución, al albur de la rivalidad entre Estados Unidos y de China.
La Autonomía o Soberanía Estratégica tiene como propósito que la UE pueda ser un actor global geopolítico efectivo actuando en diversos ámbitos estratégicos de manera autónoma cuando y donde sea necesario, y con sus socios siempre que sea posible. Esta concepción tiene un carácter abierto y no debe significar el aislamiento de la Unión Europea. Al contrario, la UE debe seguir manteniendo una relación reforzada con los socios con los que comparte los mismos valores y debe seguir defendiendo la existencia y el protagonismo de las instituciones multilaterales para la organización de un mundo y de unas relaciones entre los pueblos basadas en la paz, la prosperidad, la solidaridad, la seguridad y la libertad.
Es cierto que, históricamente, cuando hemos hablado de la Autonomía Estratégica de la Unión Europea nos hemos referido preferentemente a los ámbitos de la seguridad y de la defensa. Y ciertamente, es algo fundamental e ineludible. Porque, como decía a inicios de los años 90 un europeísta convencido y con la visión y la altura intelectual y política de Xabier Arzalluz, la realidad nos dicta que una dependencia en materia de seguridad es siempre más que una simple dependencia en materia de seguridad. Pero con el tiempo, dadas las nuevas realidades e interacciones internas y externas que vivimos día a día, el concepto ha adquirido un enfoque holístico y, en consecuencia, abarca también a otra serie de ámbitos estratégicos de actuación, como la garantía de un sistema sanitario y alimentario sostenible y resiliente; la disponibilidad de una energía descarbonizada y asequible; la necesidad de tener una capacidad en materia de gestión de datos, de la inteligencia artificial y de las tecnologías punta; poseer un suministro de materias primas fundamentales; desarrollar un sistema económico, monetario, comercial e industrial resiliente y socialmente cohesionado que preserve y refuerce nuestro Estado del Bienestar evitando desigualdades y brechas sociales estructurales; preservar nuestra diversidad cultural y lingüística; y mantener una voluntad inequívoca de promover la paz, la seguridad y la prosperidad para todos, así como reforzar los valores y las instituciones democráticas.
En este contexto, la UE debe ser capaz de establecer un adecuado equilibrio entre sus capacidades del soft y del hard power. Las dos son necesarias. El poder blando, del que hace gala Europa, tiene que ser conforme a nuestros valores y principios. Pero parece claro que los acontecimientos evidencian que esto no es suficiente. El poder duro resulta también necesario para que Europa disponga de una mínima capacidad disuasoria por encima de las limitadas, fragmentadas e ineficaces posibilidades de cada Estado actuando por separado. Hay infinidad de ejemplos que lo demuestran. Esta combinación no es contradictoria con el hecho de que, en el siglo XXI, la naturaleza de los conflictos haya evolucionado en buena parte hacia las llamadas zonas grises de confrontación o las guerras híbridas. Hoy día, aunque siempre ha sido así, cualquier ámbito está siendo utilizado para presionar y desestabilizar los sistemas democráticos. Las guerras híbridas disponen de un conjunto amplio de herramientas de dominación y asimilación como la desinformación, la inmigración, las variadas ciberagresiones, el colonialismo económico y comercial o el uso de los recursos estratégicos naturales, energéticos o tecnológicos. Estas actuaciones necesitan respuestas variadas según las circunstancias. Son acciones tan peligrosas y amenazantes como las confrontaciones tradicionales. Porque minan los derechos humanos, la democracia y las libertades, y pretenden hacerse con las sociedades libres y abiertas en momentos de incertidumbre, desorientación e inseguridad. Es decir, y en definitiva, buscan dominar las mentes de los ciudadanos.
En este mundo cada vez más interdependiente e interconectado, hay que insistir que buena parte del futuro de Euskadi se juega también en el ámbito de la globalización. Para afrontar este reto y ganar nuestro futuro, necesitamos instrumentos y políticas de Estado para reforzar nuestra democracia, nuestra personalidad como Pueblo libre, abierto y resiliente y nuestro modelo propio de desarrollo económico, social y medioambiental. Es condición indispensable para poder fortalecernos como Pueblo de características propias con mirada global y, de esta forma y también, aportar nuestros activos a una Europa robusta y estratégicamente autónoma y soberana. * Senador EAJ/PNV