Aquello que uno no se atreve a decir solo existe a medias”

(Alexander Herzen)

ra septiembre de 1832. El servicio funerario que acudió a preparar para su velatorio el cadáver de Fernando VII de Borbón y de Parma detectó señales de vida y, lentamente, el rey empezó a recuperarse. Vista con perspectiva histórica, aquella resurrección resultó ser un desastre. De vuelta a la vida, lo primero que ordenó el luego llamado rey Felón y antes el Deseado fue la restitución de la Pragmática Sanción que había derogado en el lecho de muerte, de tal manera y puesto que no tenía heredero varón, heredaría el trono su hija mayor Isabel, como así fue. Esto excluía a su hermano Carlos María Isidro, quien ya se consideraba futuro rey. La dramática consecuencia de tal tejemaneje es bien sabido: la I Guerra Carlista y un siglo XIX nefasto para España, se vea como se vea. Fernando VII resultó ser un sinvergüenza de marca mayor, un deficiente moral, al igual que su padre Carlos IV, su hija Isabel II, su nieto Alfonso XII, su biznieto Alfonso XIII y su tatataranieto Juan Carlos I.

La historia de los borbones en España había comenzado con otro tejemaneje cuando Carlos II llamado el Hechizado, sin descendencia posible pues era impotente, legó su reino a “la Ilustre Casa de los Austrias” de la que era miembro. Sin embargo, un mes antes de su muerte cambió su testamento para legarlo a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, rey Borbón.

Tal juego de malabares dinástico dio lugar a la guerra de la Sucesión (1701-1713) -entre Austrias y asociados, contra Borbones- y terminó con el reconocimiento de Felipe V Borbón como rey de España estableciendo un sistema cuya política fue la opresión; su costumbre, una corrupción que rezuma bandolerismo; y su cultura familiar, una mezcla vetusta de chulería, majeza y altanería. Los Borbones, reyes de alma incolora, resultaron ser el Stupor Mundi, la Maravilla del Mundo, pues contra toda lógica, durante más de tres siglos, han ido salvando la corona por los pelos, hazaña facilitada porque el reino de España era (es) un estado cansado de gente malacostumbrada. Ahora caigo en la cuenta de que la plusmarca borbónica está superada por la casa Grimaldi, la dinastía reinante más antigua de Europa (1297). ¿Tendrán los historiadores que estudiar la relación entre persistencia dinástica y vida disoluta? Espléndida paradoja.

Los españoles mantienen una relación afectiva con los reyes borbónicos que pasa por las cinco fases del duelo que la psiquiatra Elisabeth Kübles-Ross (1926-2004) describía en su tratado Sobre la muerte y los moribundos donde sentó las bases de los modernos cuidados paliativos, a saber: negación, ira, negociación, depresión, aceptación. No, imposible que el rey Juan Carlos robe; pues si lo ha hecho, ¡que pague las consecuencias! ¿Pero esto no se puede arreglar mandándole lejos? Al final los poderosos siempre se salen con la suya, nada se puede hacer; me da igual que vuelva el rey, que le pongan en un palacio y que cobre de los presupuestos del estado. Negación, ira, negociación, depresión y aceptación, los cinco pilares que sostienen una corona que busca el honor donde no lo hay, que actúa como si su contrato con el pueblo incluyera alguna cláusula de limitaciones que otorgara al rey ladrón el derecho sobre su botín. Esto es el fondo de la cuestión del litigio entre la señora Corinna Larsen y Juan Carlos I de Borbón y Borbón. ¿Tiene derecho Juan Carlos I a recobrar sus comisiones? ¿Lo tiene Corinna Larsen a quedarse con un dinero de procedencia indebida a titulo de donación? ¿Se puede donar lo recibido ilegalmente sin consecuencias jurídicas? Un completo sinsentido legal. Al rey emérito, con una nariz impertinente, quien hace años que luce una papada de prelado barrigón, poco le interesan los decires y opiniones de sus antiguos súbditos, a quienes por medio de sus voceros en radio, prensa y televisión -que le mantienen informado al dedillo- se dirige con un estilo desenfadado, cómplice, tuteando, que diluye la percepción de las grandes desigualdades sociales. Juan Carlos I fía su destino a la etapa quinta del duelo de la psiquiatra Kübles-Ross, la aceptación, en la seguridad de que los españoles acabarán aceptando que el aprovechamiento económico y la apropiación indebida a título de rey es la parte no escrita de ese contrato entre la corona y el pueblo vinculado por la Constitución que instituye la inviolabilidad del rey, como si las barbaridades de una persona estuviesen vinculadas al civismo de su pueblo. Ya hemos visto el resultado de la benevolencia popular: un rey remilgado, hipócrita y moralizante: “Ha sido un error, lo siento mucho, no lo volveré a hacer”, para después seguir haciéndola. Que se salga de rositas el rey Mammon, dios-demonio que en el Nuevo Testamento personifica la avaricia y la riqueza material, debería ser demoledor para las buenas gentes españolas con quienes compartimos ciudadanía, pero no, tengo una sensación de peligro y me temo que otra vez acabará siendo aceptado, y de nuevo en la historia oiremos repetido el horrísono ¡vivan las caenas!

El triste sino de la historia española no puede arrastrarnos a los vascos. No es la dinastía borbónica el mal menor, es el mal a secas cuando incumple su primer deber: ejemplificar y dignificar. En esa página en blanco no caben borrones. El Borbón y cuenta nueva debe acabarse si el reinado de Felipe VI termina enfangado en las prácticas de sus antecesores. Él y solo él tiene en sus manos el futuro de la corona. La trayectoria de sus predecesores, la adulación de los nuevos monárquicos, esos que dicen: “Yo soy republicano, pero...” y los hooligans del PP y Vox, así como los indiferentes acríticos con la institución juegan en su contra. Solo la transparencia y las buenas prácticas posibilitarían su mantenimiento. Porque las imágenes son tan poderosas como lo permiten quienes las contemplan, espero ansioso a ver la actitud de los españoles ante las decisiones que deberá tomar el rey Felipe VI en un más que probable regreso del mal llamado Emérito. Si no es proactivo para que vuelva y rinda cuentas, si lo mantiene con un status de ciudadano sin privilegios, a título de padre, será buena señal. En caso contrario será una repetición del “Borbón y cuenta nueva” y eso sí que no, que no.