n febrero se cumplirán diez años desde que se aprobara la última reforma laboral, si antes no lo remedia la tan anunciada contrarreforma, que ya veremos en qué queda.
Pero veamos lo que no se cuenta de aquella reforma que es constantemente denostada incluso por muchos que la han aplicado sin pudor para con sus propios trabajadores.
Comencemos por contextualizarla. Según reza la Exposición de Motivos de la norma que la aprobó, sin perjuicio del entrecorcheteado que nos permitimos añadir: la crisis económica que atravesaba España desde 2008 [entre otros motivos por no mover ficha alguna y esperar a ver crecer unos brotes verdes que jamás aparecieron] puso de relieve las debilidades del modelo laboral español. [Un modelo lineal, en la misma frecuencia, con los mismos problemas estructurales desde sus comienzos con el Estatuto de los Trabajadores de 1980 y algunos parches insuficientes que se implantaron durante el primer Gobierno de Aznar, con la intención de fomentar la contratación indefinida tras el fiasco de la descausalización de los contratos temporales, supuestamente, para crear empleo, durante la etapa de Felipe González, y con las reformas engañosas e ineficaces de la segunda etapa Zapatero, como lo demuestra el haber ampliado sin limite el colectivo con el que poder celebrar contratos indefinidos en condiciones más favorables para el empresariado, entre otros motivos, por el abaratamiento de los despidos, y la compleja reformulación de la negociación colectiva en sus extremos más importantes, cuando lo que se requiere es justo lo contrario: sencillez y bases mínimas, para ceder el protagonismo a los agentes sociales, claro está, eso si creemos en la democracia industrial y, como premisa, contamos con agentes sociales con vocación de servicio a los ciudadanos y con el suficiente arte de pactar en búsqueda del bien y del sentido común].
La gravedad de la crisis de 2008-2011 no tenía precedentes. España destruyó más empleo, y más rápidamente, que las principales economías europeas. Los datos de la última EPA anterior a la reforma laboral de 2012 describen bien dicha situación: la cifra de paro se situaba en 5.273.600 personas, con un incremento de 295.300 en el cuarto trimestre de 2011 y de 557.000 respecto al cuarto trimestre de 2010. La tasa de paro subió en 1,33 puntos respecto al tercer trimestre y se situó en el 22,85%.
La destrucción de empleo fue más intensa en ciertos colectivos, especialmente los jóvenes cuya tasa de paro entre los menores de 25 años alcanzó casi el 50%.
El desempleo de larga duración en España fue también más elevado que en otros países La duración media del desempleo en España en 2010 fue, según la OCDE, de 14,8 meses, frente a una media para los países de la OCDE de 9,6 y de 7,4 meses para los integrantes del G7.
Este ajuste fue especialmente grave para los trabajadores temporales. En concreto, la tasa de temporalidad era de casi el 25%, mucho más elevada que en el resto de la UE: la temporalidad media en la UE27 era del 14%, 11 puntos inferior a la española.
La destrucción de empleo durante la legislatura 2008-2011 tuvo efectos relevantes sobre el Sistema de la Seguridad Social. Desde diciembre de 2007 el número de personas en alta disminuyó en casi 2,5 millones (un 12,5%). Si el gasto medio mensual en prestaciones por desempleo en 2007 fue de 1.280 millones de euros, en diciembre de 2011, el gasto ascendió a 2.584 millones.
¿Demoledor verdad? Pero veamos, con datos, lo qué supuso la reforma de 2012, que salió adelante con los votos favorables del PP, UPN, Foro Asturiano y CiU.
Como puede extraerse de la Estrategia Española de Activación para el Empleo 2014-2016, la reforma laboral de 2012 “puso en marcha un marco de relaciones laborales y de contratación sobre la base de la flexibilidad interna, destinado a frenar la destrucción de empleo en el corto plazo y a sentar las bases para una más rápida reversión de la situación ante la recuperación económica”. Se trataba de una reforma estructural y, por tanto, con una previsión de desplegar plenamente sus efectos en el largo plazo.
Precisamente, el segundo trimestre de 2014 supuso un punto de inflexión, con un crecimiento trimestral de +2,4% (+402.400 empleos), de forma que se alcanzó un crecimiento positivo (+1,1%) después de 23 trimestres consecutivos en negativo. Ello supuso una fuerte caída del desempleo (-7,0% anual). Ahora bien, será la Estrategia Española de Activación para el Empleo 2017-2020 la que se refiera a la calidad de ese empleo creado y la que demuestre el verdadero alcance de la reforma laboral de 2012.
En efecto, en la misma se constata la consolidación de la tendencia de crecimiento iniciada en 2014, ya que desde entonces se mantuvo de forma continuada el aumento de la afiliación en la Seguridad Social, la reducción del número de desempleados registrados y el aumento de las nuevas contrataciones registradas. Así, en octubre de 2017 la afiliación marcó un ritmo de crecimiento del 3,5%, con 624.140 afiliaciones adicionales en un solo año. Es más, la EPA del tercer trimestre de 2017 mostró la consolidación del crecimiento: en términos anuales, el empleo aumentó en 521.700 personas. Concretamente, en dicha recuperación se superaron los 2 millones de ocupados más, exactamente, 2.098.600, lo que supuso superar los 19 millones de ocupados, de los que 11.551.600 fueron indefinidos, 844.000 más en la recuperación.
En la actualidad, sigue predominando la contratación temporal, en gran medida debido, según los casos, a la inestabilidad de la economía, a los elevados costes de un tejido empresarial caracterizado por su escasa dimensión (mayoritariamente PYMEs) que dificulta competir en un mercado globalizado y necesitado de adaptación a las transiciones digital y ecológica, y a la “cultura de la temporalidad” heredada del pasado.
Ahora bien, la reforma de 2012 no introdujo modificación alguna en los contratos de trabajo de carácter estructural, ni tampoco en materia de contratas y subcontratas. Sin duda, la mejor solución a la temporalidad es que se respeten las verdaderas causas del contrato.
El abaratamiento del despido ya se había producido, de facto, con el Gobierno de Zapatero.
El problema de la ultraactividad de los convenios demuestra la incapacidad de los agentes sociales para adaptar la situación de las empresas a la realidad. Tampoco ayuda el hecho de que, cuando, precisamente por falta de acuerdo, deba acudirse por ley al convenio de ámbito superior y este no existe, la ley no contemple solución.
Los desencuentros derivados de la inaplicación de los convenios colectivos reflejan la inoperatividad de la información, consulta y participación de la RLT y/o las ansias injustificadas de abaratar costes de algunos empresarios.
La eliminación de categorías profesionales y apuesta por los grupos depende de la formación y polivalencia de los trabajadores.
En la negociación colectiva, la prioridad del convenio de empresa resulta lógica si se cree que los que se encuentran en mejor situación para negociar son los que mejor conocen la realidad de sus propias empresas. No hay que olvidar que más del 90% de las empresas son pymes y que, por ejemplo, una peluquería o un bar son también empresas.
En fin, es preciso ver la realidad con ojos objetivos y concluir que la reforma de 2012 no fue lo que algunos cuentan y se sitúa más bien en la lógica de las políticas españolas sobre el mercado laboral que comienzan en la década de los 80. Claro está, ese es suelo mínimo para nuestras empresas, que podría mejorarse si se modificara la posibilidad actual de limitar vía convenios generales de ámbito estatal el margen de actuación en Euskadi, y aquí se apostara por crear un marco de relaciones laborales propio vía acuerdo interprofesional. * Profesor de Derecho laboral de la Universidad de Deusto