se piense como se piense, si todos dejamos de lado el sectarismo y las emociones que nos desbordan en estos convulsos días, llegaremos sin dificultad a la conclusión de que los políticos a los que hemos votado para solucionar nuestros problemas no hacen sino agravarlos, en una temeraria huida hacia adelante que no tiene otro objetivo que acumular todo el poder que puedan. Las elegantes y robustas puertas de los palacios presidenciales, los escoltas, los coches oficiales, los palmeros, las encuestas y, sobre todo, los ingenieros sociales en quienes delegan sus estrategias los representantes del pueblo, oscuros y ocultos personajes que juegan al ajedrez con el futuro de nuestras hijas e hijos, aíslan al poder de la realidad de la calle y le llevan, a la postre, a realizar diagnósticos erróneos, por mucho que crean manejar a las masas con sus agendas impuestas a través de los medios y las redes sociales. El problema no son las instituciones (las sujetas al sufragio universal, al menos), ni los sentimientos de pertenencia, todos legítimos; ni las ideologías, casi todas respetables; sino las personas en quienes hemos delegado la responsabilidad de mejorar nuestras vidas, y que a todas luces no están consiguiendo el objetivo para el que las elegimos.
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